actualizaciones anti obsolescencia


El jueves pasado, los orgullosos dueños de un Model S o Model X americano de Tesla, recibían la versión 7 del sistema operativo (EN) que gestiona la centralita del vehículo.

Algo que no hubiera sido noticia por estos lares si no fuera porque gracias a ello, estos vehículos, que en su día fueron diseñados sin conducción autónoma, recibían con la versión 7 algunas de las funcionalidades de esa navegación autónoma que la compañía está desarrollando para sus futuros modelos.

Recalco la importancia de este hecho. Lo que hizo Tesla, en un nuevo ejemplo de puro sentido común, es aprovechar el hardware que ya existía, aunque fuera para otros menesteres (los modelos contaban con los sensores necesarios para facilitar el aparcado al conductor y alertar de la presencia de obstáculos cercanos), con el fin de dotar a estos productos de un sistema de conducción asistida (limitado a autopistas, por ahora) para el que en su momento no fueron concebidos.

Y no, no ha pedido que lleven los vehículos a fábrica. Ni tampoco ha cobrado un extra por ello. Simplemente ha enviado una actualización OTA gratuita que actualiza (y cuando digo actualizar, digo actualizar en serio) las funcionalidades que ofrecía su producto.

Un producto que lleva años en el mercado, y que se pone de esta manera, con una simple actualización masiva, a la delantera de la industria automovilística.

Tesla lo hace simplemente porque puede. Porque detrás hay una cabeza capaz de entender que la mejor manera de hacer crecer su negocio no es apostando por la obsolescencia periódica, sino por ofrecer una experiencia y garantías que históricamente esta industria jamás ha ofrecido.

Sobre la hegemonía del software en productos tecnológicos

No es la primera vez que tratamos este tema, y aquí veo prudente hablar de los pros y los contras.


Como dije en su momento, vivimos una verdadera hegemonía del software frente al hardware, y eso, a grandes rasgos, es bueno.

Lo es porque actualizar el software es sin duda mucho más sencillo (y barato) que hacerlo con el hardware. Lo es porque la innovación en software suele tener ciclos más reducidos, lo que permite que sintamos que hay mayor movimiento que antaño.

Y lo es, como en este caso, porque podría arrojar una suerte de batalla contra el oscurantismo y la centralización que ha dictado las pautas a seguir en la mayoría de estas industrias en las últimas décadas.

Lo veíamos recientemente con el caso del Chromecast, un dispositivo de bajo coste que directamente metía en pleno siglo XXI dispositivos tecnológicos que la mayoría tenemos por casa (ese televisor, esa cadena de música,…) y que se habían quedado ineludiblmente fuera de la carrera tecnológica.

Un aparatito que simplemente conectas, y que a partir de entonces, recibirá actualizaciones, dotanto de inteligencia y digitalizando dispositivos que no fueron diseñados para estos menesteres.

Las actualizaciones llevan con nosotros desde el inicio de la revolución industrial, pero es ahora, en plena efervescencia de la modularidad, cuando están en la potestad de romper los lazos absurdos de la obsolescencia.

¿Por qué tengo que tirar un dispositivo que funciona perfectamente, si con una simple actualización puede volver a ofrecer otros meses (o años) de uso? ¿Porqué debería supeditarme a las imposiciones físicas que históricamente han regido la oferta y la demanda cuando la informática es capaz de romperlas?


Hecha la ley, hecha la trampa

Hay, de hecho, otra lectura no tan halagüeña, que lamentablemente también nos está acompañando en el devenir tecnológico.

El software como aspecto limitador del ciclo de vida del hardware. En algunos casos asumible (mayores requisitos, decremento de la usabilidad y estabilidad global del sistema), pero en muchos otros auto-impuesto por la propia industria.

Hablamos de todos esos smartphones que en un par de años se quedan obsoletos. Y no siempre por la falta de rendimiento en el hardware, o por los requisitos cada vez mayores del software (es más, la tendencia es hacia la optimización, justo lo contrario, por tanto), sino por el forzado de los fabricantes, que se niegan a actualizar los dispositivos aludiendo cualquier estúpida razón.

Hablamos de esos iPhones y esas impresoras abocadas a una premeditada obsolescencia programada. No porque ya sean inservibles, sino porque no interesa que lo sigan siendo.

No me olvido del yugo que supuso en algunos casos el cambio de la posesión física a la posesión digital. De que esa lavadora que hemos comprado haya dejado de funcionar, no porque ya no funcione, sino porque la compañía que nos suministra las actualizaciones así lo ha querido.

De que ahora los dispositivos no son nuestros. Simplemente tenemos el derecho de usarlos, mientras la empresa siga manteniendo la plataforma a la que estos están conectados.

Hay un equilibrio complejo de analizar respecto al futuro de las actualizaciones.


Por un lado, y bien usadas, darían paso a un nuevo escenario en el que el negocio fuera ofrecer valor y no forzar ciclos de vida cada vez menores.

Por otro, la accesibilidad del software entraña riesgos en tanto en cuanto a la seguridad de todo ese mundo conectado, bien sea por agentes externos, bien sea por los intereses de los dinosaurios de la industria.

Por mantener el statu quo de toda la vida, a fin de cuentas. Pese a que ello reme en contra del escenario donde nos movemos. Pese a que sea insostenible para el medio ambiente, inmoral para esa otra cara del mundo.

En esta dicotomía nos movemos. Y espero que al final el sentido común acabe imponiéndose, con casos como el de Tesla, y el de buena parte de esa nueva oleada de compañías sedientas de dinero (claro está), pero con los ojos puestos en las tendencias presentes y futuras. En pensar a largo plazo, que falta nos hace.