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Hay tecnologías que quiero pensar que el día de mañana consideremos que, efectivamente, tuvieron un impacto perverso en la sociedad.
Entre ellas, buena parte de la llamada sociabilidad digital. Una serie de revoluciones tecnológicas que apuntaban maneras, que llegaban con la idea de unir más a los que estamos más lejos, y que ha acabado pervirtiéndose con la esperable y necesaria monetización de herramientas, y las ínfulas de control del gobierno de turno.
El caso de Facebook (aka Meta) es seguramente el mejor ejemplo que se nos viene a todos a la cabeza. De aquella startup universitaria que buscaba el que cualquiera tuviera su propio canal de comunicación en la red, pasamos a un esperpéntico conglomerado lobbista que busca frenéticamente perfilar a todos y cada uno de los usuarios (sean o no, por cierto, clientes de la compañía) con el fin de ofrecer una segmentación cada vez más exacta a los anunciantes, sin miramientos de ningún tipo sobre el uso que hagan estos con dicha información (ya puede ser puramente comercial, como influir en la opinión pública).
Y últimamente estamos viviendo lo mismo con TikTok.
La app de bailes graciosos ha pasado de eso, de ser una simple app para imberbes haciendo el tonto y pasándoselo bien, a una herramienta de espionaje al servicio del gobierno de turno (que, para colmo, esta vez no es el de Estados Unidos), con una serie de algoritmos creados única y exclusivamente para aprovecharse de las vulnerabilidades humanas en esto de la atención.
Entrar en TikTok significa hacerlo con la idea de “entretenerse unos minutos”, y acabar, así como quien no quiere la cosa, perdiendo el día entre swipe y swipe, entre vídeo chorra y video chorra.
Y mientras tanto, a todos los que tenemos la app instalada en el móvil, pese a que no la abramos, su maquinaria está diseñada para seguir mandando información a sus servidores, como demostraban recientemente varios estudios.
Nada, recalco, que ya no hiciese Facebook o Instagram. Pero claro, con TikTok hay mayores temores ya que detrás está el Gobierno Chino, y no el de un supuesto aliado como es EEUU.
Así pues, en los últimos días hemos visto cómo a las restricciones que ya había implementado EEUU se unía ahora la Comisión Europea (EN) primero, y luego Canadá (EN), prohibiendo su uso en los móviles del personal gubernamental.
Obviamente, habría maneras menos drásticas de limitar su alcance (un servidor por ejemplo le tiene bloqueado todos los permisos, impidiendo por el propio sistema operativo que se ejecute o haga algo en segundo plano), pero es que si el tema de la seguridad nacional/privacidad no fuera suficiente, entroncamos con otro que ya hemos vivido en más de una ocasión también con las apps del gigante estadounidense: sus filtros y el impacto en la imagen del individuo/colectivo.
UN FILTRO PARA VER LA REALIDAD DE OTRA MANERA
Estos días se ha puesto de moda un nuevo filtro en TikTok, cuya imagen acompaña este texto, y que ciertamente parece que hace milagros.
En sí no tiene nada de nuevo. Se trata de un filtro más de belleza enfocada a mujeres, que “corrige” las imperfecciones que todos tenemos ajustando el tamaño de los ojos, pestañas, labios, pómulos, color de piel… a los estándares hollywoodienses. Eso sí, con una optimización en tiempo real que roza lo inapreciable al ojo humano, lo que permite que cualquiera pueda aplicarlo, si así lo desea, sin dejar constancia de ello.
En síntesis, lo que obtenemos son unos vídeos en los que nosotros somos la versión perfecta (según, nuevamente, estándares estéticos de la industria del cine americano) de nosotros mismos.
Ya ni pintarse, oiga, es necesario para salir mona delante de las cámaras.
Y claro, esto entronca con esa eterna guerra que tenemos algunos con el potencial impacto que tienen este tipo de filtros en la idea del Yo:
Hace un par de años, el Wall Street Journal (EN) publicó una serie de informes internos de Facebook (Meta) en los que se reconocía que “un 32% de chicas dicen que cuando se sienten mal con su cuerpo, Instagram las hace sentir peor“. Algo que, por si había alguna duda, negaban en público (EN) una y otra vez.Desde 2019, los informes internos concluían que Instagram “empeoraba los problemas de imagen corporal en una de cada tres chicas adolescentes” y que “los adolescentes culpaban [a la red social] de los aumentos en la tasa de ansiedad y depresión“. Y esto ni siquiera era lo peor.Y es que los informes daban auténtico pavor (ES): “entre los adolescentes que declararon tener pensamientos suicidas, el 13% de los usuarios británicos y el 6% de los estadounidenses atribuyeron el deseo de suicidarse a Instagram”. Sabiendo la íntima relación (ES) que parece haber entre las redes sociales y la salud mental, ¿cómo no vamos a preocuparnos?
Todo apunta a que lo mismo está ocurriendo con TikTok en nuestros días.
Si nuestra relación con el entorno se basa en buena parte por lo que vemos en esta y otras redes sociales, y este contenido está sistemáticamente adulterado a varios niveles (el creador obviamente solo muestra lo que le interesa mostrar, lo crea además con filtros que le hacen parecer más perfecto, y el algoritmo premia esto mostrándolo reiteradas veces a la audiencia), se crea un círculo vicioso del que es difícil de salir, en el que por un lado, no estar ahí supone estar fuera de la conversación (presión social), y por otro, estar ahí genera una constante fustración (el resto parece que son perfectos y les va genial, mientras a mi, con la vida normal que tengo, no paro de verme peor y encontrarme ante problemas).
A esto, señores, es a lo que hemos llegado.
A crear un ecosistema sumamente efectivo a la hora de poder estar en contacto con gente que está a miles de kilómetros de distancia… y usarlo casi en exclusiva para crear imágenes ficticias y perfectas del individuo, que destruyen la moral de todos los que nos rodean (nosotros mismos incluidos).
Todo por arañar unos likes más, y con ello no perder la esperanza de llegar a vivir del cuento. Algo que, por otro lado, solo consiguen, y de forma temporal, cuatro afortunados.
Y mientras tanto, un tejido gubernamental y empresarial que aprovecha sin miramiento alguno esta explotación de las necesidades y debilidades humanas. Bien sea para monetizar, bien sea para controlar.
Qué penita, oye…
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