Hace unos días, Facebook anunciaba su irrupción en el mercado de la asistencia virtual con Facebook M (EN). Así, la red social se une al resto de grandes tecnológicas por el control del que en su día dije (y sigo manteniendo) será el campo de batalla más importante del sector tecnológico.
Google con Google Now, Apple con Siri (y Proactive Assistance), Amazon con Echo, IBM con Watson y Microsoft con Cortana.
Daría para escribir ríos y ríos de tinta, pero quería centrarme en un apartado específico de este nuevo paradigma.
Hacia un entorno tecnológico invisible y pragmático
Podemos decir que una tecnología es un éxito cuando se vuelve intrascendente para la sociedad. Algo que funciona y de lo cual ni tenemos que preocuparnos ni mucho menos aprender a usarlo. Por dentro, podrá constar de un sistema tan complejo como inabarcable, pero para el usuario final el resultado es tan innato y sencillo que ni siquiera siente la necesidad de indagar en cómo está funcionando. O al menos no necesita interesarse para disfrutar de él.
A este paradigma se le ha terminado por llamar tecnología invisible, y es base, como ocurrió en la antigüedad con la mayoría de tecnologías que hoy consideramos commodity (el cómo llega la luz y el agua a nuestras casas es un buen ejemplo), de todo ese ecosistema tecnológico que está por llegar en la electrónica de consumo y en las tecnologías de la información.
Empieza por pequeños avances, como el que suponía hace unos meses Google Photos.
De pronto, un servicio democratiza a la mínima expresión la gestión de un almacén “privado” (nótese la ironía) personal. Ya no solo ordenará por diferentes parámetros las fotografías y los vídeos sacados con nuestros terminales, sino que lo hace automáticamente, evitando que esa acción la tenga que hacer el usuario, y sin duda aportando muchísimo más valor que si el usuario la tuviera que hacer (puesto que no se ordena únicamente por orden cronológico, sino por variables exógenas como relación con las personas que aparecen, geoposicionamiento, experiencias pasadas vividas,…).
Y va más allá. Hasta el punto que ese algoritmo es capaz de generar obras nuevas derivadas (EN) del contenido generado por la persona, ofreciéndole quizás una panorámica perfectamente cuadrada (sencillamente algo imposible si lo hubiéramos hecho manualmente) de un conjunto de fotos que hayamos tomado el día anterior, o una colección interactiva de fotos y vídeos que nos sirva para recordar en apenas un minuto los mejores momentos de un viaje.
Al final, lo que obtenemos es un servicio inteligente que en realidad sí aporta al usuario. Le quita trabajo, de hecho, a cambio de delegar control y privacidad en un apartado (el de la información personal multimedia) en el que hasta ahora quizás el usuario no había sentido la necesidad de delegar nada.
Y por el camino, genera rechazo y dependencia a partes iguales.
Sobre la dependencia y el rechazo tecnológico
Son dos elementos que beben de la misma fuente, asociados ineludiblemente a esa etapa en el que una tecnología se vuelve invisible para el usuario.
Que un algoritmo sea capaz de avisarme 30 minutos antes de la hora prevista que, debido a la situación del tráfico (o al corte de una línea de transporte urbano) es recomendable que salga un poco antes para llegar en hora a una reunión, es interesantísimo, y a la vez puede causar rechazo.
Rechazo porque para ello, ese algoritmo ha tenido que “entender” que esa cita que tenemos marcada en el calendario (o incluso ni siquiera, en un email) en X lugar de la ciudad nos va a exigir que nos desplacemos desde nuestra ubicación actual. Y tirando del historial propio de desplazamientos, y compulsándolo con los servicios (internos o externos) de transporte público y carretera, ha llegado a la conclusión de que el camino más rápido según nuestro interés y rutina habitual nos va a hacer en efecto llegar más tarde de lo previsto.
Algo fuera totalmente de nuestro control (y presumiblemente de nuestro conocimiento). Y algo asumible por una inteligencia artificial, una asistencia virtual que a cada paso es más omnipresente en nuestra vida.
De pronto, todos esos datos con los que gentilmente pagamos el producto, cobran sentido. Todo ese ambient location y ambient listening and seeing, todos esos wearables repletos de sensores, ofrecen más valor del esperado. De pronto, realmente esa tecnología nos está ofreciendo valor contextual del bueno, solucionándonos un problema que ni siquiera sabíamos que iba a existir. Adelantándose a nuestras necesidades, sin que ni siquiera se lo hayamos pedido.
Y entonces te preguntas qué más “sabrá” de ti. Y sobre todo, ¿qué le impide usarlo para otros menesteres más críticos para el negocio de la compañía que tiene detrás?
Desde “asesorarte” a la hora de la toma de decisión de compra (sea un producto, sea un servicio como el de qué información consumir), pasando por el esperable sesgo hacia aquello que en última instancia mantiene contentos a inversores y/o anunciantes: Los $$$.
Ahí está el quid de la cuestión:
¿Esta ruta que mi asistente me recomienda, lo hace porque en verdad es más rápida, o porque por ella tengo más posibilidades de ser impactado con alguna de las marcas que tienen abierta una campaña en la plataforma? Si nuestros recuerdos (véase el caso de las fotos y vídeos sacados) están en manos de una compañía con ánimo de lucro, ¿qué evitará que el día de mañana esos archivos no sean sutilmente retocados para cambiar la marca de esa lata de refresco que hemos tomado, o hacernos creer que hemos viajado con X compañía de turismo en aquel maravilloso viaje? Para retenernos dentro de esas murallas cada vez más altas que representan los jardines vallados de cada ecosistema tecnológico.
Porque esa puerta ya la hemos abierto, permitiendo que se generen obras derivadas de nuestras obras. Obras que como hemos visto aportan muchísimo a la experiencia futura, pero que quizás en un futuro sean contraproducentes por el control que ellas podrán ejercer sobre nuestra agujereada memoria. Sea premeditado o no por parte de la compañía, ojo.
Es, como comentaba, un tema complejo y apasionante de tratar. Una realidad a la que ya nos hemos enfrentado con anterioridad, y que salvando casos extremos, siempre ha acabado por ir hacia mejor.
Tecnología que encuentra su summum cuando el usuario se olvida de que existe. Cuando esas asperezas (como la del rechazo) terminan por desaparecer. Cuando esa tecnología (y la empresa que tiene detrás) ofrece las garantías, confianza y seguridad necesarias para que ni nos preocupemos de ello.
Y con ello pasamos a ser un poco más dependientes de ella (quizás ya nunca vuelva a colocar rigurosamente en carpetas las fotos de mis viajes; quizás ya no conciba salir de casa sin la seguridad de tener un asistente en carretera que me guíe por el camino adecuado), pero también ganamos tiempo (el bien más preciado) para gastarlo en otras tareas menos rutinarias, menos monótonas, y seguramente, más críticas para nuestra vida.
Frente a las ventajas evidentes de servicios de asistencia digital, siempre volvemos a la misma pregunta de fondo: ¿si el servicio es gratis, yo soy el producto? Y aquí vienen todos los peros. ¿En manos de quien está toda la información que recolectan del usuario y con que fines la usan? ¿Me manipulan de manera “aceptable”? o lo hacen de forma descarada y abusiva. Y, por otro lado, visto lo ocurrido con Ashley Madison, cual es la seguridad y ética detrás de esa compañía que tan amablemente me brinda un servicio. Y aun peor, si la tecnología se convierte en “intrascendente” o invisible, entonces ni siquiera tendremos consciencia de nuestra participación en todo un negocio basado en nuestra explotación. Un saludo Pablo.