Hace un par de semanas, caminando por la estación de Chamartín, no pude evitar caer en la tentación que supone para un servidor cada uno uno de esos puestos ambulantes de libros que pueblan nuestras ciudades.
Lo reconozco: son mi debilidad. Tan pronto veo uno un poder superior se apodera de mi cuerpo y me dirige ineludiblemente a “olfatear” sus estanterías.
En este caso, el encuentro se saldó con siete euros menos en la cartera y un ejemplar de bolsillo de esa obra maestra sobre el peligro del socialismo totalitarista convenientemente empaquetado en la sátira de Rebelión en la granja (ES/por cierto, un euro más barato en Amazon, ¡ouch!).
Ya lo había leído hacía unos cuantos años, y después de acabar recientemente una versión ¿extendida? de Farenheit 451 (ES/extendida porque viene acompañada con algunos relatos cortos que el señor Bradbury escribió en sus ratos libres), me dispuse esta semana a volver a leerlo, encontrándome la grata sorpresa de que en este caso el ejemplar contaba con un prefacio escribo por el propio Orwell.
En él, el bueno de George cuenta, escasos años después, los problemas que en su día se encontró para que le publicaran la obra. El cómo sistemáticamente todas las editoriales le cerraron la puerta, no porque el propio gobierno hubiera censurado cualquier obra con un punto de vista crítico sobre el que en ese momento era su aliado en la guerra (la URSS), sino por una razón aún más terrible. Y me permito para ello compartirle un extracto del mismo, enlazando, como no podría ser de otra manera, a la fuente (ES):
[…] Cosas así no son un buen síntoma. Obviamente no es deseable que un departamento gubernamental tenga capacidad censora (salvo en casos concernientes a la seguridad, a lo que nadie se opone en tiempo de guerra) sobre libros no subvencionados oficialmente. Pero el principal peligro para la libertad de expresión y de pensamiento en este momento no es la injerencia del Ministerio de Información o de cualquier otro organismo oficial. Si los editores se esfuerzan en no publicar libros sobre determinados asuntos no es por miedo a ser procesados, sino por temor a la opinión pública. En este país la cobardía intelectual es el peor enemigo al que tiene que enfrentarse un escritor o periodista, y de hecho no parece haber recibido la atención que se merece.
Cualquier persona ecuánime con experiencia periodística admitirá que durante esta guerra la censura oficial no ha sido demasiado quisquillosa. No hemos sido sometidos a la “coordinación” totalitaria que habría sido razonable esperar. […]Lo siniestro de la censura literaria (en Inglaterra) es que en su mayor parte es voluntaria. Las ideas impopulares pueden silenciarse, y los hechos inconvenientes mantenerse en la oscuridad, sin necesidad de prohibición oficial.
Ahora, si se anima, vuelva a leerlo cambiando libro por información y literaria por informativa, y sea consciente de que el mismo problema al que Orwell aludía hace 70 años está hoy en día más vigente que nunca.
En la actualidad, la censura viene dada en estos países democráticos en los que vivimos por la propia sociedad.
Por el afán (inconsciente o consciente, que hay de los dos) por querer consumir la información que simpatiza únicamente con nuestros intereses, sin siquiera plantearse si esa visión es o no objetiva, es o no profesional.
Los algoritmos que rigen en nuestro día a día nuestras acciones son un mero calco de aquello que sistemáticamente y de forma individual hemos dejado claro, con nuestras acciones, con nuestro historial, con nuestra manera de afrontar una u otra información, que es lo que queremos consumir.
Lo cual en primera instancia reduce nuestra capacidad crítica, encerrándonos en una burbuja de filtros que para colmo consideramos neutral y objetiva, y que realmente dista mucho de serlo. Y en segunda afecta de forma limitadora al resto de nuestros círculos.
Cualquier elemento ajeno a esa zona de confort es socialmente silenciado, habida cuenta de que no recibirá likes y coranzcitos, RTs o +1s, y ni siquiera nos molestaremos en consumirlo.
Se forma entonces una ortodoxia social que incentiva la censura supuestamente positiva como garante de un sistema democrático.
¿Cuántas veces ha pensado usted que ese político corrupto, que ese pederasta que sistemáticamente sale indemne del juicio, debería estar encerrado en la cárcel toda su vida? ¿Cuántas veces ha pensado eso de que quizás lo más democrático es que sólo votaran los que Orwell llama “intelectuales verdaderos”?
Y el problema de esos pensamientos, que recalco, eran de ámbito general hace 70 años y lo siguen siendo hoy en día, es que nos dirigen a un escenario totalitario.
Ya vimos recientemente cómo definir un sistema justo que además fuera democrático resulta verdaderamente complicado, pero la alternativa pasa porque no sea un sistema democrático.
Se abre la veda a que en ese afán de proteger la democracia, las libertades del ciudadano/cliente/usuario, se ejecuten acciones que reman diametralmente en contra de sus intereses. Como era celebrar el veinticinco aniversario del Ejército Rojo en la Inglaterra de los años 40 obviando esa “realidad molesta“ (ES) que supuso Trotski, o lo es acudir a términos como “estabilidad política” o “integridad del país” para referirse a un sistema “democrático” gestionado por un solo partido.
La realidad es incómoda, máxime si tenemos que aceptar que la mayoría opina de forma distinta a nosotros. Pero ya lo decía Voltaire:
“Detesto lo que decís y defenderé hasta la muerte vuestro derecho a decirlo”.
De eso va la democracia. De que TODOS tengan el mismo peso a la hora de tomar decisiones, y que sea LA SUMA DE TODOS el único cáliz que señale el camino a seguir.
Pensar lo contrario, sea en ámbito puramente político, sea en ámbito social, o meramente tecnológico, nos acerca pasito a pasito a un totalitarismo.
Y no ha conocido la historia ningún sistema totalitario que sea justo con el colectivo, indistintamente de su color o bandera.
Así que la próxima vez que descubra una noticia del periódico de turno claramente manipulada y le asalten ideas censoras, recuerde que en eso se basa la libertad de expresión. En que toda idea debería tener cabida, por absurda, arrogante y disparatada que parezca.
Y que el problema no es que en efecto haya idiotas (como aquel, como usted y como un servidor) que simpaticen con ella, sino que otro llegue a la misma conclusión amparándose en aquello de que el medio es por definición neutral, y por tanto, se trata de una verdad absoluta.
Ahí radica el verdadero reto al que nos va a tocar enfrentarnos en los próximos años. El que las nuevas generaciones (y las antiguas, ya de paso) sean conscientes de que la censura se ha vuelto tan sutil que ya no viene dada por los de arriba, sino impuesta por cada uno de nosotros.