coche autonomo


Tenía pendiente desde hace tiempo hablar sobre este tema, pero siempre por una u otra razón lo dejaba para más adelante.

El detonante final que me ha llevado a sacarlo del cajón de sastre han sido las declaraciones (EN), a finales de la semana pasada, de Elon Musk al respecto del papel que jugará en los próximos años la autonomía automovilística:

“Los coches conducidos por humanos acabarán siendo ilegalizados en 20 años en favor de los que están conducidos de forma autónoma”.

La frasecita, diseñada para acaparar portadas (más teniendo en cuenta que acaban de anunciar que la próxima actualización (EN) del Model S de Tesla, que saldrá dentro de tres meses, será el ¿primer? coche con piloto automático del mercado), contrasta precisamente con la visión que compartía el fundador de Tesla hace unas semanas como miembro de Future of Life (EN), asociación de la que ya hablamos en su momento, formada por varios grandes nombres de la industria, cuyo objetivo es crear un debate tan sano como interesante alrededor de la figura de la inteligencia artificial, y los riesgos asociados a su paulatina dictadura.

Bajo mi humilde opinión, hay dos puntos trascendentes para comprender la transformación que está sufriendo y sufrirá la industria del motor en los próximos años.

El primero, que nos tocará vivir dentro de poco, es la necesaria evolución de la experiencia de usuario al volante.

hoy en día las interfaces con las que el usuario interacciona dentro del vehículo no están nada pulidas. Y no me refiero únicamente a interfaces digitales, sino también a las físicas.


Hay mucho camino por recorrer aún en las sensaciones que deben trasmitir los pedales, a la sensación de velocidad y el control del volante. La industria del automóvil lleva años innovando en este aspecto (el sonido de cierre de una puerta, la protección y a la vez libertad que ofrecen los cinturones de seguridad,…), pero compañías como Apple que pueden aportar un expertise (y unos recursos) muy alejados (ideológicamente hablando, lo cual es bueno) a los que un gigante automovilístico tiene en su haber.

Si nos vamos a la experiencia frente a interfaces digitales, nos encontramos un panorama desalentador. Incluso entre vehículos que han nacido dentro del seno de una empresa tecnológica.

Se me viene a la mente esa reinvención que hacían los chicos de Bureau Oberhaeuser a la interfaz de navegación del Model S (EN) (¡Madre mía, he hablado dos veces de Tesla en el mismo artículo!), sacando a relucir que incluso entre el top de los tops aún queda trabajo que realizar.

El papel de las interfaces en el interior de un coche debería ser el de la usabilidad extrema y la invisibilidad absoluta. Que el conductor recibiera de forma instantánea la información crítica que requiere, sin aditivos, y que las interacciones se volviesen lo más inmediatas y humanas posibles.

Y es por ello el porqué de que un servidor no entienda qué valor aporta una interfaz gestual en un entorno tecnológico que ya ofrece reconocimiento de voz avanzado.

El parabrisas como única pantalla, mostrando lo menos posible (recuerde que el objetivo es conducir, no entretenerse), y para el resto, la voz. Una asistencia virtual capaz de responder de forma efectiva a las peticiones del conductor, sin obligarle a separar la mirada de la carretera.

El segundo, la predominancia de los sistemas automáticos y autónomos ya no para desplazar el papel del conductor dentro del vehículo, sino para facilitarle la vida.


Aquí entra en juego nuevamente la ética tecnológica y la seguridad y confianza en sistemas de este tipo.

Que un coche sea capaz, mediante sensores y patrones de conducta establecidos, conducir por autopista de forma autónoma, está casi asegurado. Pero con casi no nos sirve. Y en 20 años dudo mucho que lleguemos a solucionar todas las casuísticas posibles.

Eso a nivel de conducción a velocidad estable y alta. En entornos de velocidad reducida y variable (por ejemplo, en ciudad) por muchos sensores que tengamos y por muchos controles que pongamos estamos aún muy lejos de que una inteligencia artificial sea capaz de tomar decisiones basadas ya no solo en la pura objetividad sino en aquellas situaciones que como veíamos no pueden ser solucionadas de manera lógica.

En caso de siniestro con posibles víctimas mortales, ¿quién debería tener prioridad? Una familia con hijos que va en el otro coche, o yo, cliente de este vehículo.

¿La IA del vehículo debe decidir anteponer los intereses como especie a los intereses del cliente, que es quien paga?

Iría aún más lejos. ¿Es ético y legal que cada fabricante tenga sus propios algoritmos de inteligencia, y que estos no sean de conocimiento público? ¿La vida humana puede servir de moneda de cambio para diferenciarse de una competencia más ética?

¿Dónde entra entonces la autonomía y la inteligencia en carretera? De nuevo hablamos de la asistencia y de la experiencia al volante.


No necesito que el coche conduzca por mi. Pero sí agradecería que me alertara si me estoy yendo hacia el arcén. Que me ayude a aparcar, o a optimizar de forma inteligente el gasto de gasolina en entornos variables como los de un atasco. Que aprenda de mis manías ante el volante y me corrija con sensibilidad sobre cómo dicta la normativa que hay que conducir.

Aquí es donde esa autonomía se vuelve de verdad valiosa. Asistiéndome en la conducción, y delegando en mi cuando la máquina es incapaz de decidir cuál es la forma correcta de actuar.

Una unión de intelecto humano y máquina, los dos imperfectos por sí solos, pero que se compaginan a la perfección.

¿El resultado? Una experiencia enriquecedora en carretera, más segura y divertida. La tecnología, nuevamente, como una herramienta, no como un fin en sí misma.

 

P.D.: Y todo eso lo digo en referencia al vehículo personal. Hay entornos que quizás sí se presten a la autonomía total, como transporte (tanto de personas como de mercancías) en trayectos rutinarios por vías específicas.