Hay temas de rabiosa actualidad que por sintonía acaban por marcarte, y que te llevan a plantearte el estudio de nuevos campos que por la propia idiosincracia académica has dejado de lado.


DIY-BIO

Uno de esos que me atrae poderosamente la atención es el de la biología.

Quizás influya que mi pareja es estudiante de veterinaria, que me encantan los animales (no recuerdo cuando fue la última vez que he estado viviendo sin tenerlos a mi alrededor), y que esta disciplina bebe directamente de otras muchas como la informática, la sociología y la filosofía, constantes en mi trayectoria.

Por ello, me ha apasionado ese artículo que hace casi un mes publicaba O’Reil, una web de análisis de tecnologías emergentes, sobre los retos a los que debe enfrentarse el biohacking (EN).

Para ponernos en situación, hay que aceptar que el entendimiento de la naturaleza que nos rodea y nos hace ser quienes somos está llegando a un punto en el que somos capaces ya no solo de comprenderlo, sino de modificarlo a nuestro antojo.

Igual que pasó con la informática a principios de los años 70, ese entendimiento nos lleva a la simplificación y optimización de recursos, a buscar los elementos mínimos que permiten utilizar la biología para realizar cosas que no están programadas de antemano.

Es en este escenario donde surgen movimientos tan interesantes como el biohacking, que tiene casi tanto de biología como de informática, en tanto en cuanto aplica los principios que rigen el mundo electrónico a componentes biológicos. Hereda además esa máxima del hacking, que no es otra que acercar el conocimiento al resto de la sociedad, a democratizar su explotación, y lo hace gracias a la bajada de precios del hardware, en especial de esos PCR (termociclador en español), herramienta básica de cualquier biohacker.

Desde los 600 dólares (EN), precio que cuesta hoy en día casi cualquier impresora 3D o smartphone de gama alta, e incluso bajo la filosofía Open Source, por si alguno es un manitas y tiene tiempo para montárselo por su cuenta. Y con ello, y con ganas, empieza el juego.


Me gustaron mucho las declaraciones de Medvenik, director adjunto del Centro Maurice Kanbar de Ingeniería Genética, en referencia a cómo esta disciplina está siguiendo los pasos vividos en la informática:

“Cuando aparecieron los PCs no había aplicaciones útiles. Pero luego aparecieron las hojas de cálculo y los procesadores de texto, y en muy poco tiempo nos hemos dotado de comercio online”

El biohacking se basa precisamente en eso. En utilizar esas hojas de cálculo para simplificar el proceso biológico, y unir elementos como si de plugins y extensiones se tratase. Lo que llevamos haciendo décadas con la electrónica (une ese condensador a ese chip siguiendo esta receta y tendrás un sistema con el que trabajar) aplicado a la biología. Tenemos el hardware, ahora tocará reprogramar esos componentes biológicos para que realicen funciones específicas. Unirlos a otros para formar sistemas y en definitiva, crear plataformas que den solución a problemas planteados con anterioridad.

Problemas como los de aquellos niños chinos que enfermaban por tomar leche infantil contaminada con melamina, y el aplicativo de un gen de medusa luminiscente en la bacteria que fermenta la leche junto a un sensor bioquímico que detectara este compuesto. Resultado: un hacking biológico que avisa a los padres si la leche está o no en buenas condiciones, por menos de 1 dólar.

Que gracias al Proyecto Genoma Humano trabajar con ADN se haya vuelvo plausible en un entorno alejado del laboratorio y los grandes presupuestos de las farmacéuticas.

Y veo con nostalgia ese sector, que hoy en día parece estar moviéndose como antaño, en pequeñas comunidades situadas en garajes (el BossLab (EN) montado por un joven de Boston con los ahorros familiares es un claro ejemplo), donde los biohackers se unen de forma amateur para hackear sistemas biológicos, y me pregunto cuándo pasará de algo anecdótico a algo habitual.

También me llaman la atención los problemas que entraña respecto a la seguridad y legislación, que hoy en día está por la labor de prohibirlo, aludiendo a ese hipotético uso del biohacking para crear armas biológicas de gran virulencia. Proyectos abiertos como el de GenoTHREAT (EN), del Instituto de Bioinformática de Virginia Tech, así como el uso del sentido común (es muy difícil mejorar la letalidad de la propia naturaleza), podrían arrojar luz a un movimiento que recupera los valores de la vieja guardia, y que todavía no se ha vuelto un negocio, afortunadamente.