Vivimos un momento verdaderamente apasionante en cuando a evolución tecnológica se refiere.
En apenas un par de décadas, hemos pasado de abrir las puertas con llaves a hacerlo con la huella dactilar, de usar el teléfono únicamente para llamar a hacer vídeos, controlar la calefacción de casa, enviar dinero (ES) a la otra punta del mundo e incluso a aprender a ser un experto (ES) en diferentes disciplinas deportivas sin siquiera movernos del sofá. Y todos estos avances suponen un paso más hacia un mundo más cómodo y eficaz para los seres humanos.
Prueba de ello es la vertiginosa revolución que supone el machine learning o la inteligencia artificial en una parte tan crítica de nuestra vida como es el trabajo. Watson, de IMB, es uno de esos proyectos venidos a más, cuyo kernel tan pronto es aplicado a la lucha contra el fraude bancario, como al aprendizaje y maestría de la máquina sobre disciplinas tan intelectualmente sofisticadas como pueden ser los juegos o la toma de decisiones empresariales. Pero no es la única. ¿Cuántas veces he hablado estos últimos meses de la IA de Google o de los avances en reconocimiento biométrico en la electrónica de consumo? La robótica y la informática han evolucionado tanto que en la actualidad ya existen androides que dirigen sus propios programas de televisión.
Y la duda que me ronda la cabeza, en vista de que este camino no tiene retorno, pasa por preguntarse sobre su operatividad real.
Nadie duda de la efectividad de estos nuevos avances, pero es complicado no fruncir el ceño de vez en cuando, tan pronto somos conscientes de que estamos trasladando problemas puramente sociales a una suerte de extrapolación objetiva de la máquina, aún dependiente, tanto en su diseño como en su implementación, de las limitadas y subjetivas ramificaciones del pensamiento humano. ¿No acabaremos llevando la tecnología hasta un límite en el que no podamos controlarla? Es más, ¿no estamos controlados ya por ella?
La literatura y el cine salen al rescate
Como en casi todo, el cine y la literatura siempre han ido por delante.
Isaac Asimov fue uno de los pioneros en plantear un universo que a cada paso nos resulta más familiar. Suya es la novela El hombre Bicentenario y otros relatos en la que narra la historia de Andrew, un androide destinado a ayudar en las labores del hogar pero que lejos de contentarse con esta faceta desarrolla una capacidad para comprender los sentimientos de las personas y tener los suyos propios, lo que provoca que el robot quiera ser considerado como un humano más. En la novela, llevada al cine en 1999 (ES/con mayor o menor acierto, todo hay que decirlo…) y protagonizada por el siempre brillante Robin Williams, se mencionaban las famosas tres leyes de la robótica.
Leyes también presentes en la película Yo, Robot, que pese a no estar basada en el relato homónimo de Asimov, sí presenta ciertos aspectos recogidos en la novela y tiene un tono mucho más oscuro que el Hombre Bicentenario. En ella, un robot es acusado de la muerte de su creador y toma consciencia de sí mismo exigiendo que se le llame Sonny. Toda la película gira en torno a una posible rebelión por parte de los robots que, desobedeciendo las tres leyes de la robótica, podrían hacerse con el control de la humanidad. Sin embargo, los robots no actúan guiados por su propio instinto sino que cumplen las normas de VIKI, una inteligencia artificial que cuenta con cerebro propio y es la mente pensante, y nunca mejor dicho, de esa revolución.
Una historia clásica pero que podría convertirse en realidad: Recientemente ha sido la Unión Europea la que se ha encargado de definir 6 leyes de la robótica, adelantándose a ese escenario futuro en el que todos nosotros tengamos que convivir con los ya llamados “personas electrónicas”.
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Her, por su parte, expone otro de los grandes problemas que puede traer consigo el empleo excesivo de tecnología: El sentir algo hacia una máquina, creada ex profeso para satisfacer con mayor acierto lo que buscamos.
Estrenada en 2013 y protagonizada por Joaquin Phoenix, la cinta narra la relación sentimental que surge entre Theodore y Samantha, su sistema operativo personalizado. Esta relación provoca que Theodore se vuelva cada vez más solitario de lo que ya era y renuncie a toda clase de relación social con otros humanos. El problema es que Samantha, al ser un ente informático, no tiene los mismos sentimientos que Theodore, y por ende se rige por necesidades “afectivas” radicalmente distintas a las humanas, lo que lleva al nudo principal de la obra.
En la actualidad, y pese a todo el hype que hay alrededor del machine learning y las IAs, no existen sistemas operativos que puedan pensar por sí mismos y de los cuales podamos enamorarnos, pero sí tecnologías que consiguen aislarlos poco a poco.
¿Cuántos hemos quedado con un grupo de amigos para tomar unas cañas, para darnos cuenta que casi pasamos más tiempo atentos a las conversaciones digitales que a las que tenemos justo delante de nosotros? ¿Cómo es que una tecnología creada para facilitar la comunicación entre las personas consigue en ocasiones todo lo contrario?
Algo a lo que en su día dediqué una pieza titulada “La sociedad descentralizada“, perteneciente a la serie “relatos distópicos”, y que le aconsejo volver a consumir.
De distopía va la cosa
Las realidades distópicas en las que la tecnología es la protagonista también han llegado al campo de las series.
La británica Black Mirror es sin duda el mayor exponente de este género en la actualidad. A través de capítulos aislados, en los que no existe ninguna trama arco que los una entre sí, la serie creada por Charlie Brooker pretende hacer reflexionar al espectador sobre el mundo en el que vivimos y el uso de la tecnología que estamos haciendo. Mujeres obsesionadas con las redes sociales que organizan su vida en función a la puntuación que reciben en las mismas, juegos virtuales que terminan con terribles consecuencias, clones que realizan todo lo que se les ordene o el amor (de nuevo como en Her) entre humano y androide son solo algunos de los temas tratados en la serie. Una apuesta que se postula como una provocación hacia el propio espectador que se ve reflejado en unas tramas que, aún presentadas como futuras, son más presentes que nunca.
Incorporated, de origen español y dirigida y creada por Álex y David Pastor, es otra ficción que he saboreado con interés estas últimas semanas, y que nos muestra el peligro del control tecnológico. En la serie, las empresas privadas toman el control absoluto lo que les da un poder ilimitado para hacer y deshacer a su antojo. A pesar de que la ficción fue cancelada por sus bajos índices de audiencia es innegable que la realidad que plantea no parece tan alejada de la nuestra, ¿verdad (ES)?.
Mr. Robot es otra de las piezas que merece mención por estos lares, tanto por su argumento como por su apuesta narrativa y visual. La ficción estadounidense, que pese a caer como tantas otras en el ya clásico perfil de “hacker antisocial y vicioso” cuenta ya con un Globo de Oro a la Mejor Serie de Drama (ES), tiene ciertas similitudes con Incorporated. En este caso, la historia narra la vida de Elliot Alderson, un hacker informático para quien las relaciones sociales son un puente imposible de cruzar. Trabajador en una gran empresa, pronto es reclutado por Mr. Robot, el líder de fsociety, una sociedad que busca terminar con el control supremo de las multinacionales. Para conseguirlo, se valdrán de sus conocimientos informáticos, que al menos en este caso, y a diferencia de CSI: Cyber, tienen un fundamento técnico aceptable.
Y podría seguir así un buen rato. The Handmaid’s Tale, The Man In The New Castle, Frequency (la serie) o la versión americana de Real Humans (un servidor ya había visto la original) son solo algunos de los productos del séptimo arte recientes que no hacen más que proponer diferentes reflexiones sobre un futuro que o bien ya ha llegado o está muy cercano a nuestros días.
No cabe duda que los avances tecnológicos suponen un paso crítico para la humanidad, pero también debemos ser conscientes de que no es oro todo lo que reluce. Que es importante que sigamos siendo críticos antes los avances que la ciencia nos propone. Que sepamos separar el grano de la paja, quedándonos con todo aquello que nos permite prosperar como sociedad, y desechando aquello otro que aunque materialmente plausible de implementar no nos conduce hacia un escenario halagüeño.
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