Estoy estos días probando una nueva pulsera. A diferencia de la Xiaomi Mi Band, esta es mucho más “inteligente”, con su pantallita y sus sensores varios. Y también más cara.
El caso es que el otro día tomando unas cervezas con unos amigos del sector, me dio por pensar ¿Qué efectos físicos y cuantificables surgen cuando una persona es feliz? ¿Y cuando está triste, o está preocupada?
¿Cambio en el patrón de la respiración? ¿En los microgestos? ¿En la tensión ejercida en uno o más grupos musculares? ¿Cambios en los hábitos y acciones más banales? Hay tantísimos elementos que podemos considerar causa de un estado anímico (si es que podemos considerar que hay alguno que no dependa de ello), que en la práctica, no suena descabellado que con la capacidad de cómputo de los dispositivos que nos rodean no se pueda analizar, sacar contexto de ello, y por ende, ofrecer una experiencia específica que vaya acorde con la situación personal que estamos viviendo.
Las emociones influyen en todos los aspectos de nuestras vidas y son fundamentales a la hora de tomar decisiones, desde lo que vamos a desayunar hasta con quién nos casaremos o dónde queremos comprar una casa.
Esto quiere decir que hay interés (bien sea desde el punto de vista del usuario, bien sea desde el punto de vista de la industria), y es por ello que la computación afectiva, que es el nombre que recibe, está considerada a ser una de las disciplinas mejor valoradas del sector de aquí a unos años.
Porque por ahora está aún en pañales.
Wearables y el mundo cuantificable
La explosión que estamos viviendo del Internet de las Cosas, aunque habitualmente venga dado por objetivos y pretensiones tan absurdas como intrascendentes, es un principio más que adecuado para el futuro de toda la industria tecnológica.
No por el valor que ofrecen hoy en día; en líneas generales, vacuo y como máximo anecdótico, salvando muy contados casos enfocados a un nicho muy específico como el de algunos dispositivos médicos (más del estilo de bombas de insulina que de termómetros sincronizables con el iPhone) e industriales (gestión inteligente del gasto energético o acuífero según variables externas). Sino por ofrecer la base para un escenario de profunda sensorización, donde el papel de la tecnología es servir de forma quirúrgica a las necesidades específicas de cada usuario (y no al revés).
Un mundo en el que el plano físico y el digital encuentra por fin un nexo común, un mismo idioma que permite trabajar con datos obtenidos del primero en entornos del segundo, para ser quizás trasladados nuevamente a efectos del primero.
El mundo cuantificable es una realidad, y cada vez estará más presente en nuestra vida. Y como todo lo que empieza, viene acompañado de objetivos y visiones diametralmente opuestas que acaban por volverse en sí más complejas de solucionar que la propia proliferación de ese nuevo escenario.
Porque es aquí donde están los problemas. Un dispositivo no se comunica con otro, y si lo puede hacer, no hablan el mismo idioma. No hay estandarización en la industria, o mejor dicho, haberla hayla pero por ahora no hay consenso, lo que hace que al final cada uno se afane en ofrecer “la mejor plataforma” que casualmente es incompatible con los productos del resto de la industria, del resto de la competencia.
Pero mientras, ese entorno que hasta ahora no era cuantificable, y aunque lo haga separadamente, empieza a devolver variables. Y el precio y coste de producción de estos dispositivos se reduce drásticamente, haciéndolos accesibles (e incluso deseables) al grueso de la sociedad.
Hace un año, la gente me preguntaba por la pulsera y el reloj (¿Para qué sirve eso? ¿Tiene sentido pagar lo que vale?). Ahora quien más quien menos (no solo early adopters) ya tiene alguno de ellos. Incluso lo de hablar por los cascos ya no parece cosa de locos (y créame que me ha llevado más de un malentendido en el pasado).
Lo que antes nos parecía un verdadero milagro (Dios Mío, la pantalla de inicio de mi smartphone cambia según la hora del día para recomendarme las aplicaciones que más uso habitualmente en este lapso de tiempo), ya es una commodity. La contextualización (al menos, esa basada en elementos de cuna digital) ya no sorprende per sé, y tiene que venir acompañada de un paquete más bonito (asistentes de voz, por ejemplo) para que impacte en el mercado.
La computación afectiva como herramienta de simplificación y acceso
Como suele ocurrir en todos estos casos, es precisamente el objetivo final del uso de una tecnología lo que debería preocuparnos. Estudios como los realizados en la Universidad de Carnegie Mellon demostraron que el análisis del ritmo cardíaco podía servir de variable para cuantificar los sentimientos que tenemos hacia una u otra persona.
Esto unido al análisis de patrones gestuales, a los cambios de voz, a la entonación, al mayor o menor acercamiento al círculo de proximidad de terceros, ofrece información crítica que podría ser en primera instancia interesante para la sociedad (derriba las habituales barreras sociales, como ofrece la ropa diseñada por Sensoree (EN) con fines terapéuticos) y como no, para las empresas (por ejemplo, y sin pensar mal, creando grupos de trabajo con trabajadores afines, lo que seguramente repercutirá positivamente en el desarrollo del mismo).
Incluso aplicado a la gestión del estrés, posponiendo tareas rutinarias y notificaciones molestas (como puede ser la necesidad de una actualización que requiera acción por parte del usuario) en caso de que el dispositivo considere que esto podría servir para aumentar el malestar de esa persona en ese momento específico.
Affectiva (EN) es el ejemplo de una compañía más nacida del Media Lab del MIT cuyo objetivo es servir a marcas una herramienta de análisis facial, que además de segmentar y crear perfiles de usuario (rango de edad, sexo, …) permite cuantificar la sensación que demuestra el usuario al ser impactado. Rizando el rizo, una herramienta como esta podría servir para impactar al usuario cuando el estado anímico de esta persona rema en la misma dirección que los del producto a patrocinar (ergo, contextualizar las potencial venta del producto), o para evitar impactarle si las “condiciones emocionales” no son las adecuadas (que es tanto o más importante que lo primero).
Es decir, de nuevo rompe la barrera más crítica que impide a la industria publicitaria ser más efectiva: el depender de una respuesta por parte del consumidor.
En un mundo segmentado cada vez más por perfiles (el anunciante ya no compra visionados, sino perfiles) y sistemas de pujas automáticas (real time bidding), la agregación de información emocional es el último paso de la cadena.
Un sector que irá cobrando peso conforme seamos capaces de entender los entresijos de la conciencia humana, y que seguramente acabe por llevarnos a un escenario donde la tecnología es mucho más invisible y útil.
Menos molesta, más certera y diseñada para cada persona. Aunque nos cause recelo hoy en día. Aunque aún lo miremos con suspicacia.
A mi no me hace gracia este tema de la computación afectiva. Una manera aún más efectiva para manipular y explotar al consumidor. Aún más datos para conocer y controlar al incauto ciudadano. ¿Recuerdas los Tamaguchi? me imagino mañana algo similar pero al contrario. Nuestro terminal analizándonos a cada paso y ofreciéndonos contenidos y servicios de acuerdo a nuestro estado de ánimo. Y Google haciendo aún más dinero con todo esto. Claro que en algunos campos, como por ejemplo el de la salud, seguramente podría ofrecer importantes beneficios.
Sigo pensando que el Internet de las cosas pretende cubrir muchas cosas que para nada necesitan de Internet. Solamente pretenden explotar al usuario.
Por otra parte, ya que la mencionas, sería interesante conocer tu opinión final, después de unos meses de uso, de la Xiaomi Mi Band. Un saludo Pablo.
Buenas Fernando. Te cuento que en un par de semanas haré otra review sobre esta pulsera que estoy probando. Y claro está, seguramente venga acompañada de alguna que otra comparativa con la Xiaomi, por ser las dos que más tiempo he probado.
Una de cal, y una de arena, como supondrás. Saludos, y gracias por la recomendación!
El caso es que a mí todo eso me da mucho llullu. Hoy cumplo 50 años y aunque adoro la tecnología creo que todo debe tener un límite. Es decir nada o nadie debe medir mis sentimientos, mi forma de pensar, de actuar porque eso a la larga, y perdona que sea tan pesimista, hace que seamos esclavos de empresas aún más. No sé si me explico pero repito, todo esto no me suena nada bien. Al final coseguiremos que una maquinita, reloj, pulsera, colgante o un perro robot, controle y dirija total o parcialmente nuestra vida y lo que es aún peor nuestros sentimientos y emociones. A lo mejor lo de 1984 es una realidad aunque en otra fecha. En fín, perdonad mi pesimismo pero no todos los días se cumplen 50 años. Un saludo Pablo y a todos.
La realidad no suele acabar siendo tan distópica como pensamos. En todo caso, por supuesto. Una cosa es que se pueda hacer y otra que haya que hacerlo.
Veremos si tiene sentido a nivel social aplicar esta serie de tecnologías.