¿Y si los sistemas digitales fueran incapaces de almacenar toda la información? ¿Y si el usuario fuera capaz de elegir qué debe guardar en detrimento de toda esa información crítica que alojamos en estos sistemas de forma absurda?


olvido natural

Me pregunto todo esto después de ver cómo en apenas una década ha cambiado radicalmente mi vida. Hace años que no me aprendo ningún número de teléfono. Me acuerdo perfectamente del de mi madre, que lo aprendí cuando todavía no había móviles, pero soy incapaz de decirle a alguien el mío de casa sin buscarlo en la aplicación de contactos.

También me pasa con la mayoría de conversaciones profesionales. El correo electrónico, y en particular, el buscador interno, es tan cómodo de usar que cuando tengo que “recordar algo”, él se encarga de hacerlo por mí.

¿Qué decir del nombre de los conocidos, verdad? Hemos trasladado la mayoría de comunicaciones al medio digital, y puesto que quien escribe es un obseso del control, raro es aquella conversación cuyo interlocutor pasa al olvido. Es más, al seguirse casi todas estas conversaciones vía telemática, vienen apoyadas tanto en una suerte de histórico anterior, como en un perfil digital, que como ya vimos puede ser más o menos acertado, pero que en todo caso es identificativo de la persona.

¿Qué conlleva todo este ecosistema de información no olvidada?

Una suerte y una desgracia de conocimiento prácticamente permanente. Ahora cuando borras información digital (si es que en algún momento lo haces), no se borra, pasa a la papelera. Y si ya cuesta hacer lo primero, imagínese tener que hacer lo segundo…

El precio cada vez más bajo del hardware de almacenamiento juega en nuestra contra. Recientemente se me han acabado dos de las ofertas de almacenamiento que tenía en Dropbox (universitario y poseedor de un terminal  de la serie Samsung Galaxy), perdiendo con el cambio 65 gigas. Pero ni me ha preocupado, ya que con Google Drive tengo gratis 25GB, y sino también está SkyDrive que me ofrece otros tantos.

Al final esto es trasladable a cualquier ámbito. Desde ese GMail que es la viva esencia del Síndrome de Diógenes Digital (25GB para un correo, madre mía…), pasando por el almacenamiento en local de servicios como WhatsApp (es posible que el usuario medio jamás haya borrado en su vida el histórico de conversaciones) o la galería de fotos (convenientemente sincronizada en la nube, para complicar aún más su control).


Si en vez de almacenamiento casi infinito, tuviéramos lo justo para vivir, seríamos mucho más críticos con la información que almacenamos, y por ende, exponemos.

Al final lo que tenemos es el caldo de cultivo perfecto para delegar una tarea tan difícil para el humano como es el recuerdo en servicios digitales, lo cual transforma paulatinamente nuestro conocimiento (aprendemos a manejar la información almacenada externamente, no en nuestra propia capacidad), y de paso sirve de principal eje motivador para facilitarle las cosas a los interesados en lo ajeno.

Porque ahora la información no está en unos papeles metidos detrás de una caja fuerte en la oficina, sino en servicios permanentemente conectados a internet, y por tanto, susceptibles de ser atacados desde cualquier lugar del mundo.

Se rompen las barreras de entrada, para unos y para otros, y así es como surgen día tras día filtraciones tan preocupantes como la de Sony. La cuantificación absurda de todo lo que nos rodea por si es o será interesante en algún momento para el negocio (o puramente a nivel personal), nos mantiene permanentemente señalados en un mapa, potencialmente en riesgo de ser espiados.

Y de hecho juega también a nuestro favor, ya que recuerde, las cámaras ahora miran en las dos direcciones. Tan pronto una gran compañía ve vulnerada su “biblioteca digital”, como le ocurre a una agencia de inteligencia, poniendo en conocimiento (al menos durante unas horas) a buena parte de los ciudadanos.

Todo gracias a la peor de las excusas: la de pensar que su información (la suya, o la mía) no tiene valor en el mercado: “No soy nadie conocido“, dirán algunos, “¿para qué querrían hackearme?“.


Así que desde este humilde blog le instaría a que pensase si en verdad le está aportando algo mantener los correos de creación de cuentas (muchas de esas URLs de confirmación no caducan), o todos aquellos en los que se comparte información crítica como el acceso a un servicio compartido o el envío de DNIs y demás documentos personales/profesionales.

También si es necesario que guarde todas esas fotografías ya no solo en local, sino sincronizado en la nube. O si alguna vez se ha parado a limpiar la carpeta de borradores o la papelera de todos aquellos servicios y sistemas que ha utilizado.

En juego está nuestro derecho al olvido. Nuestro derecho a vivir tranquilos con nuestra natural incapacidad de retención de información. Y no me refiero al de las búsquedas en internet, que juega un papel informativo muy valioso, sino a aquel que nos afecta como usuarios de forma pasiva, invisible y silenciosa.

Eso si no llega antes la propia obsolescencia del medio digital, un verdadero quebradero de cabeza para las organizaciones encargadas en el mantenimiento del saber humano, y quizás esa necesaria selección natural de la tecnología por “olvidar”, aunque sea a nivel puramente operativo, toda la mierda que dejamos a nuestro paso.

 

Edit unas horas más tarde: Léon Blaustein, por Linkedin (ES), me comentaba muy acertadamente que al final todo paradigma social viene asociado a la educación. Y partiendo que los de nuestra generación hemos sido educados por aquellas personas que en su momento fueron educadas en el conductismo y en los costos de perder algo, esto sigue estando en nuestra forma de afrontar cualquier ámbito de nuestra existencia. Tenemos, por tanto, miedo a perder cosas que entendemos que son nuestras, aunque ya no ofrezcan valor alguno.