De lo que quería hablarle hoy es de cómo la cuantificación y simplicidad del dato personal ha tergiversado nuestra manera de enfrentarnos a una realidad social, tanto como individuos, como como intermediarios de esa comunicación.
La primera cuestión a tratar la entenderá al momento, y posiblemente se sienta partícipe de ella. Conoces a una persona (en un bar, en el trabajo, en una feria o congreso,…), y por la razón que sea, acabáis compartiendo vuestro número de teléfono. De pronto, todo lo que esa persona representa se simplifica a un par nombre-teléfono, perdiendo así todo el valor enriquecido que si ofrece el mundo real.
Entonces llegas a casa, y es posible que si usted es tan maniático como un servidor, realice una búsqueda rápida en internet para conocer más de esa persona. Normalmente, a un servidor le basta con obtener una imagen para adjuntarla al contacto, ya que soy más de memoria gráfica que textual, y quizás ficharla por LinkedIn, Facebook o Twitter.
Enriquecemos entonces la información con perfiles digitales.
De la completitud de una persona, hemos pasado a la sencillez del par nombre-teléfono, para ir poco a poco recuperando información de la misma. ¿Pero estamos entonces ante la misma persona?
Diferentes Yo que conforman la idea de persona que esa persona quiere (consciente o inconscientemente) transmitir en el mundo digital.
Espiamos digitalmente a los conocidos (resulta demasiado fácil como para no hacerlo). Nos auto-espiamos (egosurfing) para saber qué dice Internet de nosotros. Hasta tal punto que la información digital puede subjetivar el experiencia vital, dotándonos de nueva información que nuestra percepción física no obtuvo, tanto para bien como para mal.
Una estrategia que cada vez se sigue con más aplomo en las relaciones laborales, y que llega a su cenit en la cadena de selección de nuevo personal para la empresa (EN). Dependiendo, claro está, del sector, es posible que una persona que no tenga Yo digitales sea vista como un bicho raro, alguien que oculta algo. Y por el contrario, un perfil social que no simpatiza con las necesidades del trabajo puede ocasionar que se deseche ese perfil frente a otros más “convergentes”, o que sirva para enriquecer positivamente la idea que el reclutador se ha hecho de esa persona.
La apariencia digital afecta a la apariencia física hasta el límite de crear nuevos sentimientos, nuevas ideas de cómo es esa persona.
Ocurre además un aspecto que mucha gente acaba olvidando, y es que los intermediarios (las redes sociales y los servicios de comunicación digital) enriquecen a su manera los datos dotándolos de valores que quizás sean o no afortunados.
Unos intermediarios regidos por la dictadura de unos algoritmos sin pretensiones, sin subjetividad, y que pueden llevar a la creación de un vídeo recopilatorio de lo que ha dado de sí este último año que quizás reste al usuario ¿Tiene sentido gestionar más de 1300 millones de usuarios de la misma manera? ¿Acaso Facebook no se ha dado cuenta de que quizás, no todos los usuarios de su servicio querrían que la plataforma los instigara a compartir datos sobre un mal año (EN)?
Algoritmos sin empatía, sin humanidad, que trafican con el dato de manera determinista, pese a que ese dato no solo refleja un número o un nombre o una imagen, sino mucho más. La simplicidad, mal entendida, lleva a engaño.
Coja todo esto y bátalo. Y ahora comprenda que en el día a día estamos tomando como válida información corrompida. Datos que representan el cómo quiero ser y no la persona que soy. Datos que pasan un procesado algorítmico sin corazón ni conciencia, para devolver salidas que pueden o no ser las acertadas. Y datos que influyen en nuestra percepción de la realidad social que nos rodea.
Somos productos de nosotros mismos, que han de pasar por el aro de una industria programática que estandariza y tergiversa la realidad a su antojo.