El 11 de Marzo del 2004 Roberto se encontraba de visita en casa de sus abuelos, preparando un examen que tendría esa misma tarde en la Escuela de Idiomas.
Roberto recordaba con pelos y señales que, sentado en el sofá cerca de Florencio, con Margarita, su abuela, recogiendo los platos en la cocina, la presentadora de Televisión Española anunciaba la explosión de la primera bomba en la Estación de Atocha.
Tuvo que pellizcarse para darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, y aún confuso, dejó el lápiz y despertó a su acompañante, que como ya era habitual, se había quedado traspuesto. Y éste avisó a su abuela, que llamó a su madre mientras el joven, con lágrimas en los ojos, no podía apartar la cara del televisor.
“ETA volvía a hacer de las suyas”, supusieron la mayoría de ciudadanos.
Por supuesto, no pudo presentarse al examen.
Por aquel entonces el joven Roberto no había ido nunca a Madrid, pero no pudo evitar sentirse profundamente invadido por la ira, al ser consciente, rato después, de estar viviendo uno de los peores momentos de la España de principios de siglo.
Y es que no se trataba de la banda terrorista vasca, sino de un nuevo problema que traería por la calle de la amargura a occidente. La Yihad había consumado su amenaza.
Todo lo demás, por cierto, eran verdades a medias.
La memoria imperfecta
El cerebro es verdaderamente bueno a la hora de unir las piezas de un puzzle incompleto.
Seguramente usted recuerde tan bien como Roberto qué estaba haciendo en un momento tan crítico como puede ser un atentado terrorista, un desastre natural, o el nacimiento de un hijo, pero lamento decirle que lo más probable es que todo sea una falacia.
Como en su día plasmó el psicólogo Antonio L. Manzanero, cada vez que una persona recuerda un hecho vivido, lo enriquece preguntándose a sí misma cómo había ocurrido, y esto hace que en esencia el recuerdo vaya evolucionando (ES/PDF) con el paso del tiempo.
Elisabeth Loftus en el 1986 ya había demostrado cómo si se aplicaba la suficiente presión, es posible grabar experiencias falsas en el recuerdo de las personas. Simplemente haciéndoles recordar un hecho tan banal como sería el perderse de niños en un centro comercial (EN).
Margarita Diges, de la Universidad Autónoma de Madrid, lleva años estudiando las lagunas de la memoria (ES), para llegar a conclusiones semejantes: “Ningún recuerdo del pasado se mantiene impoluto“.
Hasta ahora, le faltó decir.
La externalización del recuerdo
John Berger (ES) afirmaba en su libro Modos de ver que la fotografía ha irrumpido en la vida para cambiar la forma y el sentido de la realidad, trasladando una mirada personal o un recuerdo a un bien masificado y disponible por el resto de espectadores.
A esa fotografía se le han ido uniendo el vídeo, el streaming y demás canales que, aprovechando la accesibilidad de los productos de electrónica de consumo, han destruido hasta cierto punto la subjetividad del recuerdo.
Una mirada externa y profundamente objetiva que limita la capacidad del cerebro para tomarse licencias creativas. Las limita, pero siguen estando presentes, y hasta cierto punto, cobran mayor credibilidad, ya que cuentan con un soporte externo que las compulsa.
Pero en nuestro afán por hallar la verdad absoluta, hemos caído en el ostracismo de nuestra desdicha.
Primero fueron proyectos como Memoto o las gafas de realidad aumentada de la antigua Google, que apuntaban a un futuro en el que el recuerdo se externalizaba bajo complejos gadgets colocados en nuestra cabeza o nuestro cuello.
Nada más lejos de la realidad.
Al lifelogging de principios del siglo le ha seguido una suerte de contextualidad basada en los asistentes virtuales. Google Fotos fue de los primeros en conseguir el hito de hacerse hueco en la memoria del usuario, y algunos por aquel entonces fueron críticos con lo que ello suponía.
Los primeros acercamientos fallaron simplemente por el hecho de que el usuario debía realizar acciones específicas para que esa base de datos de experiencias se fuera formando. Que si sacar una foto, que si portar una cámara diminuta siempre visible, que si geoposicionarse, que si subirlo a la nube…
Hasta que llegó Amazon con su Reminder, un servicio, en principio solo disponible para los miembros de Amazon Premium, que sin hacer nada, se encarga de todo.
La aplicación hace uso de los perfiles sociales y los permisos del sistema operativo para recabar toda la información posible de nuestro día a día.
¿Dónde has estado? ¿Qué has comido? ¿Con quién te has visto?
Y con el análisis de ese Big Data posterior crea su historia, uniendo los puntos que faltan para que en el conjunto la panorámica se parezca bastante a la realidad. Adobándolo con gráficas, mapas de calor y demás herramientas visuales con el toque oportuno de gamificación.
En ella irán apareciendo aquellos nodos de información que la herramienta ha recopilado, unidos mediante líneas con el siguiente nodo.
Y aprende de nosotros, de manera que es capaz de comunicarse con nuestro coche, por ejemplo, para qué este sepa sin decirle nada, en base a nuestros hábitos, que debe llevarnos de vuelta a casa.
Cuenta, así mismo, con un buscador con el que el usuario puede acceder a un momento específico, refrescarse la memoria, y si quiere, compartirlo con el resto de conocidos.
Algo que seguramente chocaría si lo mirásemos con la óptica del escepticismo de antaño, pero que años después se ha transformado en la realidad de todos los ciudadanos.
En el 2004 no teníamos capacidad para registrar exactamente qué estábamos haciendo en ese fatídico día. Pero décadas más tarde, cuando España cayó en los tentáculos de ese comunismo tecnológico dirigido por La Descentralización, sí.
Una verdad a medias que a efectos prácticos se ha vuelto la verdad absoluta. Reminder se encarga de ello, evolucionando continuamente su algoritmo, y con él, los recuerdos de millones de personas, para que la foto final, si es que a alguien le da por intentar compulsarla con su propio recuerdo y el del resto de conocidos, coincida al dedillo.
La tecnoutopía de alcanzar la objetividad pura tiene un corolario para nada halagüeño: “Nada tiene una única lectura”.
Para ello es necesario crear un nuevo Ministerio de la Verdad. Tan sutil como cabría esperar de una era gobernada por inteligencias artificiales.
Ya no se precisa borrar los sucesos ocurridos de un periódico y perseguir a aquellos que tienen una copia que demuestra su existencia, sino simplemente modificar unas entradas en el servicio que el grueso de la sociedad utiliza como externalizador de sus recuerdos.
Y resulta por tanto difícil defender este abuso de control entre los pocos que como Roberto siguen preocupados por ello cuando día tras día la sociedad observa que todo lo que ellos recuerdan casa con la postura oficial. Sin ser conscientes de que el recuerdo es imperfecto, y esas lagunas que antes alimentábamos de manera totalmente desinteresada, ahora están escritas por los mismos que dirigen al pueblo.
No hay más verdad que la verdad de nuestra historia.
Aunque esa verdad sea, como decíamos, una verdad creada ex profeso.
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Inspirado en la evolución de los sistemas de registro de lifelogging como Fabric.
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