robotica identidad

A principios de siglo se hizo patente con el auge de las ultrafalsificaciones (deepfakes en el idioma de Shakespeare) que la identidad como concepto inmutable estaba en entredicho.


Que, de pronto, cualquiera desde su dispositivo móvil podía crear vídeos y audios utilizando para ello registros audiovisuales de cualquier otra persona. Y que los resultados, salvando el ojo de un analista, eran cuanto menos creíbles.

Si de pronto la historia puede ser reescrita por cualquiera (y no solo por Reminder), pasamos a un escenario en el que la verdad está subjetivada ya no solo a la mirada sociocultural del espectador, sino además a las múltiples tergiversaciones que la tecnología permite ahora hacer.

Y esto aplica en ambas direcciones: Tanto para los deepfakes, como por supuesto también para la credibilidad del contenido real.

Tal es el caso que cuando a finales de 2018 los ciudadanos de Gabón, tras meses de no haber tenido ninguna prueba visual o sonora que demostrase que su presidente (Ali Bongo (ES)) seguía con vida después de sufrir un derrame cerebral, pudieron ver al fin a su presidente pronunciando su habitual discurso de Año Nuevo, buena parte de la ciudadanía consideró que se trataba de una manipulación más del gobierno (una ultrafalsificación), instando a que el ejército intentase apenas una semana después un golpe militar.

Ali bongo video
Ver el vídeo (EN)

Se publicaron por aquel entonces algún que otro estudio forense en el que se señalaba que no había (o al menos no se encontraba prueba alguna) falsificación en el vídeo. Pero el mal ya estaba hecho.

Poco después se empezó a vivir en diferentes países una histeria colectiva hacia el consumo de contenido ultrafalsificado.

Deeptrace Labs, una compañía de ciberseguridad especializada en detección de utrafalsificaciones, publicó un informe tras analizar las acciones políticas estadounidenses pre-campaña de 2020, y no encontró ejemplos en los que los deepfakes se hayan utilizado en campañas de desinformación. Sin embargo, lo que generaba el mayor temor era saber que podrían usarse de esa manera:


“Los deepfakes sí representan una amenaza para la política, pero en este momento la amenaza más tangible es el hecho de acusar a los deepfakes para hacer que lo real parezca falso.

[…] La exageración y la cobertura sensacionalista que especula sobre el impacto político de los deepfakes ha eclipsado los casos reales en los que la tecnología ha tenido un verdadero efecto”.

Entrevista a uno de los autores del informe en el MIT Technology Review (ES)

Se entraba de esta manera en una nueva etapa en la que las mecánicas de propaganda y desinformación podían centrarse en generar desconfianza en la realidad aludiendo a que el medio (el vídeo, las grabaciones…) no era fiable.

Algo que, como sabemos, acabó por desencadenar “La Historia Patrocinada” de nuestros días.

Y bajo este prisma resulta interesante conocer la historia de Kevin Robinson, el chico que un buen día decidió vender su imagen por 100.000 libras (unos 116.000 euros) a una empresa londinense de ingeniería y robótica.

El dinero fácil y la letra pequeña

En 2019 esta empresa publicó en su blog un puesto de trabajo un tanto peculiar: Pagaría 100.000 libras a quien le cediese los derechos de uso de su imagen para ser la cara de uno de sus nuevos robots.

Para el bueno de Kevin, que en ese momento rozaba la veintena y se encontraba estudiando y viviendo fuera de la casa de sus padres, fue como si le tocase la lotería. Entre más de 5.000 candidatos Kevin fue seleccionado por tener, y cito textualmente:


Una cara ‘agradable y amigable’.

El tipo de cara cercana perfecta para un asistente robótico enfocado a la compañía de personas mayores.

Un par de semanas a jornada partida de análisis de su rostro en las oficinas, más la firma de un contrato de cesión de imagen para toda la vida, y el dinero suficiente para acabar sus estudios e incluso plantearse comprar un coche.

¿El sueño de cualquier adolescente, verdad?

Y lo cierto es que los primeros años así fue. El chico supo administrar el dinero adecuadamente y para cuando llegó a los 28 añitos ya era de los pocos jóvenes que podían decir con orgullo que eran poseedores de un inmueble (un pequeño love en un pueblo cercano a La City) y un contrato como becario publicista en una multinacional.

El problema es que poco después saldría al mercado Evoº, el asistente al que Kevin había cedido su rostro.

Y esto hizo que la vida del joven diera una vuelta de 180 grados.


El riesgo de que tu cara sea la cara de millones de dispositivos tecnológicos

Evoº llegó a los hogares de quinientas treinta y cuatro familias el año de su lanzamiento. Gente en general cercana a la compañía, a modo de test para pulir su operativa diaria, y por evitar los problemas que en su momento dieron aquellos primeros y rudimentarios asistentes del hogar.

Al año siguiente, tres mil setecientas doce.

Al siguiente, quinientas dieciocho mil cuatrocientas veinticinco.

En apenas cuatro años se posicionó como la competencia europea directa al Sarah de Amazon, siendo más adelante comprado por el gigante.

Eso supone que Evoº, y por tanto la cara de Kevin, pasó a ser conocida a lo ancho y largo del mundo. Y peor aún, asociada a un producto tecnológico, no a una persona.

¿Qué supuso eso para Kevin? Pues que pese a que legalmente era, como cabría esperar, un ciudadano de pleno derecho, en la práctica se le negó el acceso tácito a la amplia gama de servicios gestionados por inteligencia artificial.

Para una puerta automática, para un sistema ticketing, Kevin era otro Evoº más, y por ende podía tener acceso siempre y cuando el servicio permitiese a los asistentes robóticos su uso.

No solo eso sino que en su día a día Kevin fue paulatinamente tratado como un asistente:

Por la calle la gente se tropezaba continuamente con él, ya que es por todos sabidos que es el asistente quien debe esquivar al humano y no al revés.

Las vejaciones que sufría Kevin día tras día le llevaron incluso a alguna situación de susto, cuando un grupo de jóvenes le empujaron contra un coche autónomo que afortunadamente frenó a tiempo, rompiéndole un brazo en la caída. O cuando se quedó encerrado en los baños de un centro comercial mientras el guardia se aseguraba de que sus “dueños” venían a recogerlo.

Pero lo realmente peor de haber vendido su imagen es que a nivel social Kevin quedó totalmente aislado:

Perdió su trabajo, pese a que había tenido una trayectoria in company brillante.

Sencilla y llanamente los clientes no querían trabajar “con un robot”, por lo que relegaron a Kevin a puestos de segunda, y los continuos problemas del chico (un día llegaba tarde porque su Reminder se había deshabilitado, otro día no podía ir a la oficina ya que el reconocimiento facial del transporte urbano le impedía acceder al servicio…) acabaron de servir de excusa a la multinacional para prescindir de su puesto.

Y ya ni hablemos, por supuesto, a nivel sentimental. Porque quitando alguna que otra persona con una filia en particular…

¿Quién querría estar con un asistente robótico?

Es más, ¿iba a permitir Kevin que la persona a la que amase tuviera que vivir con un “paria” social como él? ¿A sabiendas de todos los problemas que le ocasionaría?

Con la entrada en vigor del Índice K la historia de Kevin se difumina. Algunos aseguran que fue deportado junto con el resto de UNOS. Otros que decidió por su propia seguridad desterrarse él mismo fuera de La Sociedad Civilizada. Incluso hay rumores de que el pobre hombre acabó suicidándose.

La cuestión es que el caso de Kevin, a medio camino entre realidad y misticismo, es un ejemplo perfecto de la importancia de proteger nuestro derecho a la identidad, una moneda de cambio tan en uso últimamente.

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Inspirado en el anuncio de “trabajo” de Geomiq (EN), y en el estudio Deeptrace Labs (EN). Casi podríamos decir que hay poca distopía en este relato distópico, ya que la realidad a veces supera a la ficción :).

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