Estuve el finde pasado en el estreno mundial de la Exposición Auschwitz (ES), que está estos días en el Centro de Exposiciones Arte Canal de Madrid. Iba, de hecho, invitado por una pareja que tuve la suerte de conocer en mi viaje a India, y tengo que reconocer que me ha encantado.
Lo suficiente como para animarme a escribir estas palabras.
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La ética educativa
El título que barajé al principio la pieza estaba inspirado en la obra de Jorge Santayana («aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo»), cuya frase célebre se enmarca justo a la entrada a la exposición. Y es, de hecho, el punto principal con el que quiero que se quede. Me parece profundamente importante que este tipo de obras sean accesibles por el mayor número de personas posibles, a poder ser incluso financiadas por el Estado e incentivadas por escuelas y centros culturales de barrio.
Es, sin lugar a duda, el tipo de exposición que recomendaría visitar a cualquiera. Que se pierda las dos horas que dura de media el recorrido (un servidor tardó tres largas), con los cascos en las orejas y acompañando los textos y los recuerdos gráficos con la voz que nos acompañará todo el trayecto.
El objetivo de la cultura, y en definitiva, de la educación, debería ser éste, y no aquel que lamentablemente en muchos casos se persigue (la absorción de conocimiento). Que siento ser pesado con el tema, pero es que en pleno siglo XXI ya me parece absurdo que nos empeñemos en empollar información que podemos consultar desde prácticamente cualquier lado y en apenas unos segundos.
¿No es mejor labrar una capacidad crítica en cada ciudadano? ¿Dotarle de las herramientas para que sea capaz de tejer una conciencia social propia?
De eso va la exposición. Para alguien que, como un servidor, tuvo la suerte de visitar el año pasado los tres campos que aún quedan de lo que en su día fue Auschwitz (cerca de Kracov, Polonia), y que también ha estado en otros campos como el de Sachsenhausen (en Oranienburg, Alemania), la experiencia ha sido más que meramente recordatoria, un viaje a re-descubrir la trágica historia de nuestros antepasados de la mano de algunos de los testigos que aún quedan con vida.
Tratado de la forma más honesta y neutral que se puede tratar tamaña atrocidad. Poniéndose, por supuesto, en el papel de los judíos, pero también en el de los nazis, en el del resto de alemanes, en todos aquellos que tuvieron que trabajar en los campos aún asqueados de lo que tenían que hacer.
Porque es importante que se tenga esto en cuenta. Ni todos los nazis eran unos hijos de puta, ni todos los judíos, gitanos y demás etnias unos santos. Lo que hizo la Alemania de los años 30 no tiene nombre, pero las víctimas, en cualquier golpe de Estado (recordemos que aunque Hitler fue elegido democráticamente, acabaría imponiendo por la fuerza su visión distorsionada de la humanidad), son todos los ciudadanos, no solo aquellos que serán perseguidos. Cuántos alemanes se han acabado suicidando por estar obligados a realizar labores de «mantenimiento» en los campos. Cuántos han acabado totalmente destrozados después de los meses que han tenido que pasar allí…
Como ya comenté no hace mucho, tenemos la puta suerte de haber nacido en una época de muchísimas posibilidades. De venir con los deberes aprendidos, y sobre todo, de tener en nuestra mano la capacidad de no repetir los errores del pasado.
Y eso pasa primero por conocerlos. Por ser consciente de lo que supuso el nazismo (y el comunismo soviético que vino tras de sí, ojo) a la hora de destruir lo que nos hace humanos.
La foto que encabeza esta pieza es buen ejemplo de ello. Oskar Gröning (ES) se defendía así en el 2004 de lo que durante unos años fue su trabajo (ordenar ejecutar a miles de niños judíos):
Los niños no son el enemigo en ese momento: el enemigo es la sangre que llevan dentro. El enemigo es el niño que crece, el judío que será en el futuro, que puede ser peligroso. Por eso se incluían también a los niños.
Me he permitido enmarcar en negritas una palabra con la idea de que piense en su significado.
Que esto sirva de ejemplo para darse cuenta de la demencia que se acabó por instaurar en una parte significativa de la sociedad alemana en aquella época.
80 años más tarde, vivimos un momento que no difiere mucho de la Alemania pre-nazi.
Es curioso ver cómo la histórica división derecha/izquierda se diluye, con representantes de la derecha francesa como Le Pen asegurando un futuro de trabajo para los obreros (ES), y una izquierda como la de Podemos en España defendiendo la soberanía nacional (ES).
Y es que al final el discurso sigue siendo el mismo. En la Alemania pre-nazi, el malestar de la pérdida de soberanía tras el fracaso de la I Guerra Mundial, que sumió al país en una crisis económica sin precedentes. En la Europa, y en definitiva, en buena parte del primer mundo actual, otra crisis económica que viene dada por los ya habituales vaivenes del capitalismo (pérdida de status económico, crisis de los refugiados sirios/inmigrantes latinos…), sujeto por su propia idiosincrasia en un ciclo continuo de época de crecimiento y época de crisis.
Cuando las cosas van bien, todos felices. Cuando las cosas se tuercen, hay que buscar culpables. Y qué mejor culpables puede haber que aquellos que son minoría, y que, por la razón que queramos, «son de fuera».
Llámelos judios, llámelos musulmanes, llámelos inmigrantes, llámelos nacionalistas o independentistas, llámelos como quiera. La cuestión es que la manera más sencilla de unir a la gente es, paradójicamente, señalando a un enemigo común.
Y es justo ahí donde debería entrar la educación. Si somos conscientes de que todas las guerras que ha tenido nuestra civilización se han debido a motivos puramente culturales (xenofobia, racismo, y compañía), ¿por qué no incidir en ello, animando a la sociedad a enfrentarse al baño de realidad que suponen exposiciones como la de Auschwitz?
Sobre elección moral y libre albedrío
Desde hace unos años se sabe que nuestra capacidad de elección moral es una cualidad humana dependiente de factores puramente físicos. La psicóloga cognitiva Roberta Sellaro y su equipo de la Universidad de Leyden demostraron en el 2015 que estimulando las cortezas prefrontales mediales, se llega a contrarrestar sesgos xenófobos en el individuo (ver paper (EN/PDF)).
Leía recientemente en el blog de Santiago (ES) la ética que podría haber detrás de modificar mediante clínica (medicamentos o vacunas, por ejemplo) una estimulación activa de esta parte del cerebro en el grueso de la sociedad:
Supongamos que descubren un medicamento que produce una mayor activación de la corteza prefrontal medial y que, por tanto, nos vuelve menos xenófobos. Y supongamos también que pudiésemos, por ejemplo, introducir este medicamento en la composición de la Coca-cola, sin que nadie que la ingiriese notase nada extraño. Millones de personas se volverían menos xenófobas sin darse cuenta y, seguramente, habríamos conseguido un mundo mucho mejor ¿Sería ético hacer algo así?
¿Se perdería entonces libre albedrío… o por el contrario, tendríamos más libertad de elección, habida cuenta de que perderíamos los prejuicios absurdos que hoy en día limitan nuestras acciones?
Pero sin llegar a ese caso extremo (y hasta cierto punto distópico), ¿qué pasaría si esa estimulación se hiciera no mediante elementos clínicos, sino puramente educativos? Al igual que en clase aprendemos matemáticas o lengua (otra manera de estimular partes conscientes de nuestro cerebro), ¿por qué no deberíamos incluir la ética y la moral como disciplina más allá de la escasa que se da en clase de filosofía, o de los intentos banales de asignaturas de ética ciudadana? Que al menos en mi caso solo sirvieron para tener unas horas extra para hacer los deberes de otras asignaturas y como mucho alguna ficha de autoayuda.
Entiendo que no todo el mundo puede tener la suerte de viajar. Y es una pena, ya que está más que demostrado que es la mejor manera de estimular la corteza prefontal medial no estar influenciado por los prejuicios culturales innatos en nuestra sociedad, pero exposiciones como la de Auschwitz nos permiten acercarnos un poquito más a otras gentes que no están para nada lejos de nuestra realidad cotidiana, y con suerte, aprender de la tragedia que tuvieron que vivir.
Todo con el fin de obtener un libre albedrío más allá de las limitaciones que hemos heredado de nuestros antepasados homínidos. Estoy seguro que en la prehistoria el tener poco estimulada esa parte del cerebro venía genial para la supervivencia de nuestro grupo frente al salvajismo de nuestros cerebros primitivos. ¿Pero en pleno siglo XXI? ¿De verdad tenemos que «defendernos» del que es diferente?
P.D.: Las fotos que acompañan la pieza son pequeñas píldoras que he ido rescatando con mi cámara en algunos de los vídeos de testimonios de las personas que vivieron, en uno u otro lado, en los campos de trabajo nazis.
Hola Pablo, gracias por esta reflexión.
Sin duda, la educación es la base para crear una sociedad pacífica, tolerante y feliz con las cosas sencillas de la vida.
De hecho, la educación es la que nos trajo hasta aquí, la que nos hizo seres inconscientes de nuestro maravilloso potencial.
El ancla que nos ha hundido, pero también nuestro salvavidas.
Tal cual Rodrigo. Tal cual. De ahí que haya que protegerlo como uno de nuestros bienes más valiosos.