algoritmica


Párese a pensar por un momento.

¿Qué ha hecho que Google sea el gigante que es hoy en día? ¿Son todos esos datos que ha conseguido que le cedamos a cambio de sus servicios?

O mejor, ¿por qué Netflix está donde está, sirviendo de Caballo de Troya a toda una industria que parecía incapaz de luchar contra la piratería?

Y lo mismo podría preguntarle de Spotify, o de Amazon. ¿Es el éxito de Amazon la capacidad estratégica de democratizar las ventas online a miles de potenciales vendedores?

La realidad va bastante más allá de los datos que todas estas compañías han sabido eficazmente explotar.

De hecho, el valor de todas ellas no viene dado por sus datos, sino por los algoritmos que trabajan con ellos.

Algoritmos como el del buscador de Google, que ha sabido mejor que nadie adaptarse y evolucionar hasta convertirse en una de las mejores herramientas de búsqueda creadas por la humanidad. Si tiene una duda, Google previsiblemente tendrá unas posibles respuestas a ella. Y lo que le hace en verdad valioso no es eso, sino que sea capaz de decidir cuál es potencialmente más interesante para usted.


Echamos un ojo a Netflix y Spotify, y nos encontramos con lo mismo. Han conseguido agregar un porcentaje cada vez mayor del mercado en el que operan. Una cartera de productos cada día más amplia, monetizando un servicio que a priori parecía destinado a la irrelevancia.

Pero por lo que usted o un servidor paga en esa factura mensual no es únicamente por el acceso a ese catálogo, sino por un motor de recomendación que es una verdadera gozada. Porque no se trata de tener todo el universo al alcance, sino de saber qué debería ver o escuchar basado en mis intereses. De evitar con ello perder horas y horas en intentar estar al día de lo que la industria genera (una tarea imposible, ya le aseguro yo). De romper la burbuja de filtros que nos auto-imponemos, de salir fuera del espectro conocido.

Y así llego a Amazon, o a la App Store de Apple. Lo que hace que la compañía que está detrás se haya posicionado realmente como referente en cada uno de sus mercados no es únicamente, el haber conseguido una masa crítica, una comunidad, que apoye su plataforma, sino que ésta tenga las garantías suficientes (en cuanto a comodidad, inmediatez, logística y seguridad) como para que me decida por ellos antes de ponerme a buscar por mi cuenta.

Que por supuesto, antes de la irrupción de Uber había modo de viajar por cuenta ajena en las ciudades. Y quien lo haya probado, sabrá que su servicio tiene pros y contras frente al mundo del taxi. Si Uber ha llegado a valer lo que vale hoy en día no es por haber convencido a todos esos “trabajadores” parciales, por imponer un nuevo escenario profesional no contemplado en la mayoría de países, sino porque su plataforma cuenta con un sistema de precios dependientes de la demanda de cada sector, y un sistema de valoración, que hacen que al final la experiencia sea más satisfactoria para ambas partes.

Porque sus algoritmos son mejores que los de la competencia, a fin de cuentas. Porque estamos en la era de los algoritmos.

La era de los algoritmos, que no de los datos ni de las apps

Y me parece oportuno señalar esto. Como comentaba recientemente Gartner en su habitual simposio ITxpo (EN), el mundo de las apps es algo pasajero.

Es un efecto secundario de una causa mayor (la necesidad de dar movilidad a la industria tecnológica), que casualmente acabó tirando por ahí, como podría haber seguido por la tercera plataforma.


Los datos per sé, no valen nada. Es más, si me apura, nos cuestan más conforme más datos somos capaces de recabar.

Las aplicaciones y servicios digitales son la vía de escape, la vía que tenemos actualmente de comunicación y explotación de los datos, pero como históricamente ha ocurrido con los efectos, estos tienden a desaparecer en favor de canales cada vez más efectivos.

Y hay uno que por su inmediatez acabará por romper la hegemonía del mundo app: los asistentes virtuales.

Un servicio cuya interfaz no tiene porqué ser puramente visual, y que se presta a un escenario en el que la comunicación es cada vez más humana, más innata.

Así llegamos a esos living services que en su día traté en profundidad. A un escenario en el que la tecnología es ubicua, invisible al usuario.

Una tecnología capaz de analizar de forma adecuada el Big Data (Right Data), recopilando y explotando únicamente aquello que de verdad necesita para mejorar la experiencia de cara al usuario, y desterrando todo lo que se sale del contexto o finalidad buscada.

En el centro de toda esta nueva realidad digital no están por tanto los datos ni las interfaces, sino los algoritmos. Esas piezas de código que deben aprender y adaptarse a las necesidades (y limitaciones) de cada uno, que deben volverse inteligentes, objetivas y subjetivas al mismo tiempo.


Unos algoritmos que para colmo no salen “caros” de obtener. Frente a la escalabilidad económica del almacenaje y explotación de los datos, de la segmentación de éstos, el algoritmo que destronará a los gigantes de ahora podría estar en este mismo momento a medio hacer en el ordenador de uno de sus vecinos, en el paper universitario de turno, en la mente de un perfil generalista.

Es justo esa semilla la misma que todas estas grandes corporaciones temen perderse. Porque lo mejor de los próximos años es precisamente que, a no ser que la regulación y los intereses políticos y empresariales acaben por tejer un sistema que prive la innovación (como el que estamos viviendo hoy en día en Europa), aunque sean capaces de amurallarse cada vez másla tecnología que regirá el futuro no tendrá por qué venir de una gran compañía, sino de cualquiera que tenga los huevos de salir adelante, y sea consciente del papel fundamental que están jugando los algoritmos.

A la explotación ética y pragmática del petróleo del siglo XXI.

Y más vale que empiece a trabajar con ellos ahora. A que se habitúe a pensar out of the box, porque esto no ha hecho nada más que empezar.