En mi época de estudiante de BBAA cursé, aunque no era estrictamente necesario para mi maestría en Diseño, dos años de fotografía y otros dos de cinematografía.
La primera porque necesitaba esos créditos, por supuesto, pero es que la segunda la repetí al año siguiente aunque ya tenía los créditos, y por supuesto también la había aprobado, pero por el simple placer de volver a dedicar aquellas tardes del viernes a analizar junto a verdaderos ases de la crítica nacional obras clásicas del género.
Que tiene que gustarte mucho algo para que en una carrera, decidas volver a cursar una asignatura opcional cuyos créditos ya tienes, ¿no crees?
El caso es que tanto en una, como en otra, sí era necesario entender “la mirada del sujeto”.
- Comprender por qué un contrapicado y un plano occipital de la misma persona, pese a poder parecer lo mismo, hace que lo veamos bajo una serie de condicionantes de sumisión o de superioridad radicalmente distintos.
- De aprender la regla de los tres tercios, o de la proporción aúrea, y más importante aún, saber cuándo no debes aplicarla para obtener una toma que ya no solo sea representativa de lo que hay delante de la cámara, sino que además sea una visión que simpatice con las aspiraciones que quieres representar en la misma.
- De sorprenderte por ver cómo con una simple caja negra de cartón bien cerrada, con un simple agujero y un simple papel de foto, es posible obtener una imagen fotográfica relativamente nítida. Sin lentes, ni cristales invertidos, sin tecnología alguna.
- Incluso de toda la ciencia que hay tras el “pos-procesado” analógico. La de horas que habré pasado en aquellas salas rojas mezclando químicos y haciendo pruebas hasta dominar cuál era el porcentaje y los tiempos adecuados para tener justo esa exposición que artísticamente me interesaba de un desnudo femenino.
A todo esto se le llama sacar fotografías, o grabar un vídeo, con conocimiento de causa. Saber fotografiar o grabar, vaya.
Sin embargo, hoy en día cualquiera de nosotros levanta el smartphone, le da al botón, ¡y voilà! Obtienes una foto o un vídeo que en la mayoría de ocasiones (ya lo tienes que hacer tú muy mal para que no sea así) es más que decente.
Todo esto, gracias, por cierto, no a los megapixeles de la cámara, ni al tamaño del sensor. Ni tan siquiera a tu capacidad como fotógrafo, sino al ISP interno de esa obra de la ingeniería magistral que son las cámaras de móviles actuales.
El ISP, y la inteligencia artificial que fotografía por ti
Hemos llegado a un punto en la electrónica de consumo que, sinceramente, me parece maravilloso.
El pensar que cualquiera hoy en día, sin tener ni puta idea de fotografía, puede llegar a sacar fotos tan bestiales como las que vemos en Instagram, es cuanto menos de locos.
Y todo esto, como decía, es posible gracias al ISP, que es el sistema encargado de coger todo lo que le llega del sensor de la cámara cuando el usuario le da al botón (corrijo, que realmente obtiene todo eso ANTES, MIENTRAS y DESPUÉS de que el usuario le de al botón), y componer con lo mejor que pueda obtener de todo este tiempo una imagen que además convertirá al formato consumible por pantalla del smartphone (JPG, HEIC para usuarios de iPhone…). Todo en un segundo, además.
¿No parece magia?
Es el ISP el que compone todos esos pixeles de colores para que formen una imagen, pero también es el encargado de calcular el nivel idóneo de HDR a aplicar, y de gestionar de la manera más óptima el ruido o la exposición, o de corregir la curvatura esperable cuando usamos lentes de gran angular o de ojo de pez.
Es el ISP de tu smartphone quien, en esencia, hace que una fotografía obtenida en el mismo instante por una misma lente (mismo hardware) en un Samsung o en un Xiaomi se vean radicalmente distintas, ya que cada fabricante deja su impronta en base a las particularidades que uno u otro deciden que son mejores en la toma de decisión de todos y cada uno de los elementos que conforman la foto o vídeo final.
Esa es la razón de que, por ejemplo, los usuarios de Google Pixel hasta la generación actual hayamos estado utilizando una cámara con un sensor muy anticuado (peor, en todo caso, a la mayoría de sensores de los flagship del resto de fabricantes), y que pese a ello, nuestras fotos sean consideradas año tras año como de las mejores del mercado.
Todo gracias a esa inteligencia artificial que es la que, en esencia, saca la foto por ti, corrigiendo desviaciones, abriendo o cerrando más el obturador según el tiempo de exposición que hayamos obtenido, decidiendo solapar una cara con los ojos abiertos en otra escena donde uno de los sujetos fotografiados estaba con los ojos cerrados, aplicando filtros de belleza para hacernos sentir mejores (aunque sea a cambio de crear una imagen irreal)…
En definitiva, que estamos en un momento donde casi el usuario casi únicamente puede decidir (y con matices) el encuadre y el ángulo de visión, ya que del resto ya se encarga la propia cámara de seleccionar los parámetros más adecuados.
Y sí, por supuesto siempre tendremos ahí las reflex, o el modo avanzado, para todos aquellos que sigan con ganas de “pegarse” con la toma perfecta.
Pero es increíble que hayamos llegado a un punto en el que la tecnología es capaz de tomar decisiones tan arbitráreas como es decidir qué es más estético… y hacerlo con un nivel tan considerablemente bueno, y de forma totalmente abstracta al consumidor, como para que el grueso de la sociedad ni necesite tener conocimientos, y mejor aún, no sea consciente de sus propias limitaciones, al ver que los resultados que obtiene son, en su mayoría, más que decentes.
Por más innovaciones iterativas como esta, la verdad…
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