El mes pasado, en Portugal, un compañero me preguntó a eso de las tres de la mañana, después de unas cuantas copas:
Pablo, tú que controlas de estos temas. ¿Cuáles crees que podrían ser las tecnologías revolución de este año?
Y la verdad es que me quedé pensando un buen rato, habida cuenta de que me resulta relativamente fácil señalar algunos productos o tecnologías que hoy en día son revolucionarios, y que probablemente marcarán, aunque sea, un camino a seguir en años venideros. ¿Pero qué hay de aquellas tecnologías que se volverán críticas en apenas unos meses?
Al final creo recordar que salí por soleares, hablándole de la hegemonía de la doble cámara en smartphones (madre mía, hablé de ello ya por 2014…), del hype alrededor del notch como única opción para aumentar el tamaño de pantalla de estos dispositivos, y de la sombra constante del blockchain, que ya empieza a tener aplicaciones realmente interesantes.
Pero hay un punto que si bien no tengo claro que impacte masivamente en los próximos meses, sí me parece que estará cada vez más presente en nuestros días: Hablo del lifelogging.
La democratización del punto de vista fotográfico
Me explico.
Hace menos de una década sacar una fotografía no estaba al alcance de cualquiera. Al menos, no en cualquier momento y bajo casi cualquier situación.
Por aquel entonces los smartphones todavía estaban naciendo, y quien más quien menos tenía móviles motorola, alcatel o ya, si eso, blackberries. Móviles que sí, tenían cámara (algunos), pero que sacaban unas fotos que dejaban muchísimo que desear.
Entonces llega el mundo smartphone y paulatinamente los sensores de estos dispositivos se vuelven más sofisticados. Mi última cámara digital fue de antes de esta época, y jubilé la réflex el año pasado, a la vista, como explicaba recientemente en esa pieza que tanto me habíais pedido sobre cómo sacar buenas fotografías con el móvil, de la calidad que ya smartphones de bajo coste como el Xiaomi Mi A1 obtienen de sus instantáneas.
Las cámaras deportivas, como la Xiaomi Mija 4k (EN), que es mi cámara deportiva actual, es el único dispositivo externo que sigo utilizando para ello, y simplemente porque este tipo de cámaras se prestan más a un uso específico donde el smartphone no tiene cabida (deportes, viajes…).
En apenas una década hemos pasado de tener que proactivamente salir de casa con la idea de capturar un momento específico, a algo que puede surgir de improvisto. Quien más quien menos lleva en su bolsillo un dispositivo capaz de sacar fotografía y vídeo a una calidad más que suficiente para los estándares actuales del grueso de la sociedad.
Pero todavía hay un pero: requiere acción por parte del usuario.
Cuando nosotros sacamos una fotografía, tenemos que poner freno a lo que estemos haciendo para capturar ese momento. Y si quien la saca es un tercero, nuestras acciones se ven limitadas por el punto de vista fotográfico. Es decir, que realmente lo que estamos capturando no es el momento, sino una reinterpretación del mismo.
Parece una soberana gilipollez, pero este punto es crítico a la hora de comprender que nuestros recuerdos gráficos (a fin de cuentas una captura no deja de ser eso) no representan la realidad del instante en el que han sido capturados, sino que son más bien una actuación teatralizada del momento que querríamos haber inmortalizado. Una pantomima, vaya, a la que a posteriori asociaremos recuerdos (reales y presumiblemente figurados) para dar forma al discurso de nuestra historia pasada.
Para colmo, ese esfuerzo consciente que nos obliga a tomar la cámara, o aunque sea, a decidir el momento de capturarla, hace que no vivamos el instante como en teoría deberíamos estar viviéndolo (lo típico que se dice de “estás viviendo la vida detrás de un objetivo”), con asociaciones socioculturales generalmente negativas (a mucha gente le molesta que inmortalicen sus instantes). El que realiza la fotografía pasa a ser una herramienta ajena al discurso (incluso si hablamos de selfies), con todo lo que ello supone.
La vida capturada de forma rutinaria
Bajo este prisma, es cuando sale la idea de un lifelogging o del lifestreaming. El que el usuario quede liberado de la acción de capturar el momento, delegando en la máquina tanto la decisión como la acción.
Y decía que este año podría ser el momento en el que alguna de estas ideas se democraticen en el grueso de la sociedad, habida cuenta de la salida a la venta de Google Clips (EN) el mes pasado (solo para clientes de EEUU), así como la llegada de Google Glass (ES) al sector profesional y del relativo éxito que tuvieron las Spectacles (ES) en algunos mercados y en nichos muy específicos.
Empiezo hablando de Google Glass. Ese primer acercamiento de los chicos de Google a la idea de liberar las manos del usuario ofreciendo un wearable (gafas) que se manejaba mediante una interfaz de voz.
Por si no lo sabe, yo fui de los primeros que se subió al carro desarrollando hasta una aplicación para la plataforma, a sabiendas de que, como ya dije en su día, la idea era revolucionaria… pero su materialización dejaba muchísimo que desear. Es el típico ejemplo de una tecnología adelantada a su tiempo. Ni el formato, ni las posibilidades del medio daban para más. Varias iteraciones posteriores llegan al mercado con la firme determinación de intentar pillar cacho dentro de sectores como la construcción o los trabajos físicos, donde sinceramente sí les veo más sentido.
De ahí pasamos a las Spectacles. La entrada en el elitista mundo del hadware de Snapchat antes de que Facebook, harto de intentar comprarles en varias ocasiones, decidiese replicar lo que hacía de Snapchat única en todos y cada uno de sus servicios, dilapidando su valor en bolsa.
Al igual que las Google Glasses no funcionaron por el formato, las Spectacles, muchísimo más limitadas en cuanto a funcionalidad, sí lo hicieron. Por supuesto, dirigidas a un mercado eminentemente joven, pero en todo caso con una propuesta adecuada (tú decides cuando empiezan a grabar, obteniendo un vídeo de unos pocos segundos en formato circular mientras vives el momento).
Ver en Youtube (EN)
Para terminar, hay que hablar de Google Clips. Otra de esas pruebas de campo de los chicos de Mountain View, que esta vez sí presenta elementos disruptores.
Una cámara que llevaríamos puesta en todo momento, como un wearable más, que no necesita acceso a internet y con la que únicamente podemos interaccionar mediante su aplicación móvil. La cámara, provista de un sistema de inteligencia artificial, decide qué momentos quiere registrar, generando lifephotos de hasta 15 segundos de duración, y primando la búsqueda de caras sonrientes, tomas claras y las secuencias en las que haya movimiento.
El resultado es una externalización total y absoluta del punto de vista fotográfico. El usuario únicamente tiene que vivir el momento, que ya se encargará el dispositivo de elegir en qué instante graba y en cuál no para inmortalizarlo.
Y es justo aquí donde quería llegar.
El impacto de un entorno de delegación fotográfica absoluta
Del tiempo que estuve probando las Google Glass, me encontré en no pocas situaciones en las que una persona con la que estuviera hablando se sentía incómoda al pensar que tenía ante sí un dispositivo con una cámara que podría estar grabándole.
Por supuesto, en estos tres casos un LED alerta de si en verdad el dispositivo está o no capturando en ese preciso momento. Y además hablamos de dispositivos que no buscan ocultarse o pasar desapercibidos (nada de “candid cameras”). Más bien todo lo contrario. Que aceptemos que están ahí y nos acostumbremos, como hoy en día ya hemos aceptado que cualquiera de nosotros, en cualquier momento, puede sacar su smartphone y grabar lo que está ocurriendo.
¿Tiene sentido pensar en un escenario en el que muchos o la mayoría de nosotros deleguemos el arte de fotografiar en cámaras asistidas por sistemas de inteligencia artificial que portaremos en las cinturas, en las gafas o encima del abrigo? Al menos sí lo tiene desde el punto de vista de intentar disfrutar del momento, no vernos obligados a realizar X acciones para inmortalizarlo.
Y respecto al apartado legal, ¿estamos preparados para asumir que millones de cámaras capturarán momentos de nuestra vida sin un consentimiento explícito? ¿Alguna vez se ha parado a pensar en cuántas fotografías aparecerá usted de las cuales no tiene constancia? ¿Cambiaría entonces mucho el escenario?
Porque lo que por un lado puede darnos hasta miedo (imagínese si alguien, pongamos por ejemplo un gobierno como el chino, empieza a utilizar todos esos registros para identificar ciudadanos en manifestaciones), también juega a nuestro favor (las cámaras miran hacia ambos lados, y tan pronto pueden servir para cohibir nuestras libertades… como para defendernos ante los abusos de terceros, a sabiendas que todo se quedará registrado).
Y por último, ¿qué hay del impacto social de un escenario como el que estamos pintando por aquí? ¿Cómo nos comportaríamos en un ecosistema basado en el Little Brother? ¿Nos autocensuraríamos, moderaríamos nuestros discursos, o simplemente seguiríamos siendo como hasta ahora? Porque al menos en el caso de Google Clips hablamos de un registro personal, no accesible ni tan siquiera por la compañía.
Está claro que en el éxito de este tipo de tecnologías la descentralización y las garantías de anonimato y control de dicha información deberían ser pilares incuestionables para evitar, precisamente, caer en la dictadura de una Sociedad de Control absolutista y omnipresente como la que he ido pincelando estos últimos años en la serie de relatos distópicos.