Llevamos ya varias semanas de conficto, y por estos lares hay prácticamente una única lectura a todo lo que está pasando entre Ucrania y Rusia: Los rusos son los malos.
A fin de cuentas, son los que están invadiendo al país europeo, escalando hasta cuotas impensables un problema territorial que en Ucrania llevan viviendo desde 2014.
Para colmo, la información que nos llega de uno y otro lado no puede ser más asimétrica:
- Mientras desde Ucrania no paran de llegar vídeos con el impacto de las bombas rusas y el ataque a zonas residenciales…
- … De Rusia nos llegan fiestas celebradas en grandes estadios de fútbol alabando el trabajo de Putin por erradicar a esos «nazis» ucranianos que llevan años masacrando a sus propios hermanos.
Por supuesto, hay intereses propagandísticos en ambas partes. Y también es cierto que el Kremlin, que ya de por sí tiene trayectoria con esto de controlar la opinión pública con mano dura, lo está teniendo aún más fácil con el paulatino cierre de Occidente a los servicios de información, y al acceso al Internet tal y como hasta ahora conocíamos.
Pero incluso teniendo en cuenta estos hechos, y que en cualquier país hay gilipollas que idolatran los movimientos más absurdos simplemente por esa necesidad de formar parte del colectivo que tiene la especie humana, hay un hecho inalienable que creo que muchos, de esta parte, estamos obviando.
Hablo, por supuesto, de la idea de nación, y de los derechos y deberes que tiene el ciudadano para y con su patria.
Hablo de un conflicto cultural que explica, a la perfección, por qué nos cuesta tanto comprender a Rusia en estos momentos, o a China, o en definitiva a buena parte de lo que hoy en día consideramos que no es «occidental».
Sobre lo que es, y deja de ser, Occidente
Es curioso, pero aunque no me gusta para nada hacer distinciones (a fin de cuentas requieren que simplifiquemos cuestiones que para nada son simples), es cierto que existe un «nosotros», y un «ellos», y que en estas últimas décadas ha ido en aumento.
Y fíjate que esto no va de capitalismo vs comunismo, ni demás discursos puramente políticos heredados de mediados del siglo pasado. Si así fuera, por ejemplo, un servidor tendría que tener bastantes más cosas en común con un ruso que, por ejemplo, con un venezolano.
Tampoco tiene que ver con lo que podemos considerar democracias y lo que podemos considerar regímenes autoritarios. Al menos, no de forma directa, aunque sea cierto que indirectamente, como veremos a continuación, puede ser un efecto secundario de esta diferencia en la forma de entender la vida.
Se trata de cómo comprendemos la vida en colectivo. Dos formas de entender las relaciones entre ciudadanos para y con el Estado, que re-formulan todos y cada uno de los elementos culturales de cada país, y que tienden a chocar, al ser incompatibles entre sí.
Esta es la razón de por qué, probablemente, tengas más en común con un japonés que con un turco. O con un neozelandés, que con un senegalés.
Hablemos del individualismo de Occidente, y del colectivismo de buena parte del resto del mundo.
Individualismo vs colectivismo
Básicamente, quédate con la idea de que a tí, como a mí, te han educado en la máxima de que el Estado debe servir a nuestros intereses.
Es decir, lo que buscamos de esa figura etérea a la que llamamos gobierno, es que:
- Se asegure de que yo tenga un trabajo digno y bien pagado.
- Se comprometa a ofrecerme un lugar donde vivir, y a prestarme una serie de servicios alrededor de mi zona que me permitan llevar una vida tranquila y cómoda.
- Dedique los esfuerzos necesarios para generar un entorno social justo y próspero para los míos que, de nuevo, me facilite la vida.
A esto se le llama individualismo, y aunque es cierto que nació de algunos movimientos de la Edad Media (la escuela cínica sentó las bases, sin ir más lejos), ha sido el claro ganador en Occidente desde el siglo XX, y razón principal del surgimiento de las democracias modernas, donde, en mayor o menor medida, se eligen los dirigentes en base a lo que son capaces de ofertar para que la ciudadanía les vote.
Por contra, y de nuevo motivado por movimientos autoritarios como los experimentados en mediados del siglo XX (franquismo en España, nazismo en Alemania, socialismo en la URSS…), está la figura del colectivismo, que de hecho fue el sistema vigente buena parte de la historia de nuestras civilizaciones, y que antepone el interés del colectivo frente al del ciudadano.
Es decir, que en una cultura colectivista, lo que se le pide al gobierno es que:
- Se comprometa a luchar por los intereses de su nación a cualquier precio.
- Que proteja las fronteras de la patria, y a poder ser, las aumente.
- Que ponga los mecanismos en funcionamiento necesarios para que el país sea ejemplo a seguir por el resto de países, ganando importancia política, militar, cultural o científica.
Por supuesto, esto no significa que en Occidente todas las naciones sean puramente individualistas, y fuera de Occidente, puramente colectivistas. Para muestra, tenemos el caso de España, donde queda claro que se tiende más al indiviudalismo que, por ejemplo, en EEUU, donde los signos identitarios del país cobran muchísimo mayor protagonismo en la vida de una parte más que significativa de sus ciudadanos.
Y pasa igual en otros países como Rusia, donde por supuesto también hay un interés de parte de la ciudadanía porque el gobierno mejore su calidad de vida por encima de los intereses de la nación. Simplemente que, de nuevo, quedan apagados frente a una mayoría que entiende que el crecimiento de «la patria» es una empresa más importante.
Así es como llegamos a esos vídeos que nos llegan desde Rusia, con un Putin como si fuera el líder de una banda de música adolescente ante decenas de miles de fans en campos de fútbol vitoreándole por llevar al país a la guerra. Exactamente lo mismo que ocurrió con Hitler en la Alemania Nazi, y que, en menor medida, también ocurrió con Bush en EEUU con la guerra por liberar al mundo de terrorismo yihadista.
Es importante que no perdamos de vista que el colectivismo ha sido, históricamente, el sistema vigente en nuestras civilizaciones, y que de hecho, si lo miramos con la óptica puramente histórica, es de lejos el que mayor sentido tiene.
A fin de cuentas, nadie se preocupa hoy en día, cuando estudia la revolución francesa, en cómo vivía la gente de aquella época, sino en el impacto que tuvo.
Tampoco creo que hayas estudiado cómo era el estilo de vida de un español en la Época Dorada. Y, sin embargo, tendrás grabado a fuego cómo el Imperio Español dominó durante varias décadas el Atlántico, quedándose para sí con los territorios de las Américas que eran más prósperos, y dejando a esos «pobres ingreses y franceses» las tierras yermas del norte de América.
Un sistema social colectivista es lo que permite a sistemas autoritarios tener vigencia a lo largo del tiempo. Es, en esencia, y por simplificarlo al extremo, el que da los mejores titulares a largo plazo.
Por contra, con el individualismo se tiende a una evolución cortoplacista, muy centrada en el Yo, en el que se intenta mejorar la vida de las personas a cambio de sacrificar esa Historia, con mayúsculas, que tantos sentimientos tiene para muchos.
Pues esto mismo es lo que está haciendo que en el conflicto ucraniano, no llegues a comprender el movimiento ruso.
Te pasa a ti, y me pasa a mi, por el simple hecho de que ambos hemos sido educados en un sistema en el que el bien individual es más importante que el colectivo.
Y da igual que seas de izquierdas o de derechas, creyente o ateo, porque si has nacido y crecido en un país occidental, con un gobierno democrático, muy probablemente entiendas una guerra como la que estamos viviendo como los movimientos de un loco con ansias de pasar a la historia.
Algo que, en parte, es así, pero que tiene bastantes más lecturas sutiles. Justo las mismas que llevan a un porcentaje significativo de ciudadanos rusos a entender que la guerra es un mal menor para volver a la grandeza de aquella URSS que durante décadas fue quien decidía el futuro del planeta.
Pese a que ello, a corto y quizás a medio plazo, suponga en sus familias sufrir los estragos económicos y las limitaciones de movimiento de ser los hostigadores.
Esto es lo de menos, ya que dentro de cincuenta años, cuando las nuevas generaciones estudien la historia del siglo XXI, no se van a centrar en cómo vivían sus padres o abuelos durante el conflicto, sino en cómo gracias a una guerra su país pudo expandirse hasta formar la nación que será en ese momento.
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