epi y blas


Estos días me tocó, como a seguramente usted también, ayudar a un familiar/amigo a configurar su nuevo dispositivo.

Hablamos de una persona mayor, que en su vida había utilizado un ordenador, y me encontré en la tesitura de enseñarle cómo ver contenido audiovisual en Internet.

A mi lado, por cierto, estaba mi pareja, maestra de profesión, y de ahí que haya decidido ilustrar este artículo con la foto de Epi y Blas por no poner a Pimpinela (ES)…

Usted, asiduo (espero) de esta página, sabe que a un servidor le gusta explicar las cosas en profundidad. Intentando dar todos los puntos de vista posibles, ahondando en el problema para que un tercero llegue por su propio pie a la solución, o al menos entienda porqué esto funciona así.

Por contra, mi pareja va al grano, y de vez en cuando me interrumpía para sintetizar lo que yo decía. Para ser práctica en la necesidad del tercero en discordia, que giraba de un lado a otro la cabeza, intentando mover el ratón para hacer click donde le decíamos.

La cuestión es que creo que tanto la postura de mi pareja como la mía eran correctas, y de paso, ninguna de ellas lo era.

Esa persona, que seguramente no ha vuelto a encender el ordenador desde entonces, necesitaba saber el cómo. Pero en informática, saber únicamente el cómo no es suficiente, puesto que de ese cómo se desprenden conocimientos que no tienen porque ser naturales (innatos) en una persona. Como precisamente era el caso.


La importancia del contexto en un escenario del tutorial fácil

Escribía sobre ello recientemente Fernando Tricas (ES) a raíz de un artículo de TripWire sobre los gestores de contraseñas (EN).

Hay mercados (del conocimiento) enteros dedicados a la publicación sistemática de tutoriales para tontos noobs (que queda más hipster).

Ya sabe de qué hablo. De estos artículos o vídeos del tipo: «Cómo conseguir…», «Las 5 cosas que debes…», «Guía paso a paso para configurar…»,…

Y a la vista está que al final aglutinan la mayoría de visitas digitales. Un artículo que sintetiza en X pasos la forma de realizar algo. Como el Padre Nuestro. Como si fuera la única forma de realizar esa acción. Despreciando todo el contexto, que sin lugar a duda lo hay, y que previsiblemente pueda llevar a contradicciones.

Porque tarde o temprano estos tutoriales fallan. Y fallan porque la informática, como la mayoría de las ciencias, no es exacta. No hay blanco y negro, sino una infinidad de grises, donde además está todo el mundo, y no una pequeña porción del espectro.

Y que algo en ciencia funcione una, dos, tres, mil veces, no significa per sé que sea constante para el resto de posibles entornos.

El problema es esa oda a la ignorancia de la que hablábamos la semana pasada. Resulta mucho más cómodo consumir la solución al problema que la explicación de por qué esto ocurre, aunque la primera opción sea probabilísticamente menos rentable a la larga.


El segundo camino es complejo, y requiere partir de un nexo común que a veces queda lejano en el conocimiento. En el caso que me compete, con este familiar/amigo, resultaba complicado explicarle cómo navegar por internet cuando ni siquiera entendía conceptos como click derecho, click izquierdo o doble click. Cuando no sabe diferenciar entre carpeta y programa. Cuando jamás había tocado un ratón o un teclado.

Es más, al aplicar la filosofía de ir al grano, solemos acabar en informática centralizando el discurso alrededor de la herramienta de turno, y no del problema a solucionar.

La seguridad de nuestro sistema operativo no depende del antivirus, sino del buen uso que le demos al dispositivo. Para editar un documento, no necesitamos el Word o el Bloc de Notas, sino entender cómo funciona el gestor de archivos y contar con las herramientas oportunas para editarlo.

Los riesgos asociados a la banalización del contexto

Cuando obviamos los principios que rigen un sistema, estamos obviando el funcionamiento de ese sistema, y eso conlleva asumir riesgos.

Que está muy bien que los asumamos cuando sabemos que existen, pero no hay nada más peligroso que hacerlo cuando no se tiene constancia de ello.

Así, en el ejemplo anterior, es normal que muchos usuarios asocien la seguridad de sus dispositivos a herramientas específicas de los mismos, como es el caso de los antivirus. ¿Por qué me entran entonces virus si tengo el antivirus activo? Se han preguntado y se seguirán preguntado muchos usuarios, y la respuesta es siempre la misma.

Aunque joda, hay que mirar toda la foto para solucionar nuestros problemas. Ese antivirus es inútil si la persona que está sentada delante del dispositivo le da por descargar un malware e instalarlo. Ese gestor de contraseñas es inútil si no aplicamos el sentido común a la hora de utilizarlo. ¿No vale más enseñar a esa persona a desconfiar de enlaces enviados por un desconocido? ¿No vale más enseñar a esa persona a huir de toda publicidad que le prometa milagros de forma totalmente gratuita?


Si el conocimiento del usuario está aún en esa fase inicial de comunicación con la máquina, habrá que partir de ahí, y poco a poco ir enseñándole más. Si hacemos lo contrario, lo que estamos creando es una sociedad esclava de la herramienta, no usuaria de la misma.

De banalización a misticismo

Y tiene un corolario aún más preocupante.

Se empieza con la banalización del contexto, y se acaba por llegar al misticismo. A que esto es así porque sí, y punto.

Esa disociación mesiánica que parece ser lo que algunos esperan que acabe siendo la tecnología, y que tan bien la trataba Asimov en su trilogía.

Una tecnología cuyas tripas ya nadie entiende ni conoce. Una tecnología que funciona siempre y cuando el fiel enarbole complejos rituales (tutoriales, para que nos entendamos) frente a la máquina.

Una sociedad esclava de la tecnología. Esclava de los pocos gestores que aún quedan, elevados como auténticos divulgadores de la palabra tecnológica.

Al menos, a mi no me gustaría un futuro de este tipo. Por ello, pienso seguir dando la tabarra (y aburriendo, quizás) a cuanta persona me venga a preguntar sobre algo.

A negarme a dar píldoras mágicas que solucionen todos nuestros problemas. Y a ver el vaso medio lleno y medio vacío constantemente. Como el pobre gato de Schrödinger.

Pese a quien le pese. Y aunque eso me aboque al divorcio.

¡Sic!