Publicaba ayer el artículo sobre la metodología que estaban siguiendo algunos desarrolladores de videojuegos al implantar ya no restricciones digitales a la copia (piratería) del producto, sino implementaciones que llevaran a los piratas a publicar sus hallazgos (supuestos glitches/fallos en la programación) para mofa del resto de la comunidad.


Censura

Y después de hacerlo, me quedé pensativo.

Este fin de año lo he pasado con mi familia en Asturias, y hubo un hecho que hizo alumbrarse en mi cabeza una bombilla. Habitualmente, mi madre suele ver el telediario del canal autonómico, en vez del nacional. Y eso tiene connotaciones que van más allá de las esperadas, puesto que para ella, las noticias están georeferenciadas en la provincia (por supuesto, también se entera de lo que ocurre en el resto del mundo, pero con una curación mayor) y en mi caso (que utilizo medios digitales como Twitter) percibo más información del resto del mundo que de mi propia provincia.

Hasta la revolución digital, la información social solía tener un alcance relativamente bajo. Un servidor podía montar una buena en la plaza mayor, que seguramente tuvieran constancia de ello los que allí estaban, y como mucho, los familiares cercanos.

El presente pasaba y los errores humanos (si no eran documentados) tendían a olvidarse. El tiempo se movía más despacio, pero es que el alcance de un suceso era potencialmente inferior al de la actualidad.

Llega la informática, y con ella, la revolución de la comunicación digital. Y entonces pasamos de un entorno en el que la sociedad es sensible a lo que le acontece en su particular ecosistema, a otro en el que un suceso en el otro lado del mundo llega a tus oídos (tus pupilas) justo en el momento en que está sucediendo. Quizás no te importe, quizás ni siquiera te afecte, pero en todo caso adquiere notoriedad por la complicidad de saber que está pasando en ese mismo instante.

No hay cambio de tiempo. Es instantáneo. Y el alcance no está restringido por las limitaciones del entorno, sino por el grado (a veces sorprendente) de viralización del mensaje.


Para colmo, internet no olvida (al menos técnicamente no puede olvidar), por lo que sucesos del pasado pueden volver a acosarte en el presente o ser un freno en el futuro. No existe una internet efímera, por mucho que aplicaciones como Snapchat se vanaglorien de ello. Podemos vallar el campo, pero siempre habra alguien que consiga cruzarlo.

Vivimos por tanto supeditados a una constante presión de los hechos vividos y publicados en la red. Un miedo que en mayor o menor medida nos afecta a todos, y que nos empuja a compartir menos públicamente.

Esa foto que un amigo sube en Facebook, ese tweet que podría tener una segunda interpretación menos halagüeña, ese post que no debiste publicar,…

Hace unos años, publicar molaba. Pero ahora parece que ya no mola tanto. Tienes que considerar tantas cosas que a veces, lo más cómodo, es directamente no publicarlo.

A esto me refiero cuando hablo de la era de la autocensura. A que es ahora, con la paulatina maduración de la educación basada en las TIC cuando empezamos a preguntarnos si tiene sentido realizar juicios de forma pública.

Twitter antes era el diario personal público de sus usuarios. Ahora es un jardín repleto de automatismos. Antes de Twitter se usaban los blogs, que actualmente tienen una finalidad bastante más moderada.

Cualquier acción digital puede volverse en nuestra contra, y si no, que se lo digan a todos esos community managers que acaban siendo la comidilla del noticiero de turno por un mal día. Si no, pregúnteselo a esa persona que pierde el trabajo (o la posibilidad de optar a él) por algún juicio de poco valor hecho público en alguna red social.


¿Qué juega a nuestro favor? El que pese a que Internet nunca olvida, quienes lo usan siguen siendo humanos. Seguimos reteniendo la misma información: muy poca, y la inmensidad informativa a la que estamos expuestos en el día a día complica aún más las cosas.

Que quizás ahora el que monta un jaleo en la plaza mayor tendrá un alcance muy superior (quizás incluso se enteren en el otro lado del planeta), pero el tiempo de vida (al menos el real) de su acción es ínfimo. El timeline muestra los últimos acontecimientos, y almacena los anteriores. Pero para acceder a ellos, hay que echarle ganas.

El entorno digital se autoregula, se autocensura, y eso eso no siempre es bueno.

Por todo ello, quizás lo más sensato hubiera sido no publicar este post. Ni siquiera haberlo escrito, que después te encuentras con un hackeo de tu cuenta y salen a relucir trapos sucios, como le pasaba recientemente a Sony con los emails de varios directivos. Los juicios deberían quedarse en la barra del bar. Que después, descubres que la empresa que hay tras el servicio está usando esos supuestos mensajes confidenciales para conocerte mejor, para vender tus datos al mejor postor.

Bienvenido a la era de la autocensura. Un nuevo régimen de control, el que nos autoimponemos.