¿Pedazo de título me he sacado de la manga verdad? Madre mía, lo habrá leído y estará pensando que a Pablo se le ha vuelto a ir la pinza…
En fin, que en líneas generales quería hablar del terrible papel que juega la ética tecnológica cuando la tecnología pasa de ser una herramienta que gustosamente utilizamos a ser una herramienta que necesitamos para vivir.
La dependencia hacia la corporación que está detrás del dispositivo de e-health
Y lo ejemplifico con la historia de John Mumford, un patrullero de Estados Unidos que un día, en sus labores habituales por los montes helados de Colorado, tuvo la mala suerte de estar en el sitio inadecuado en el momento menos oportuno. La furgoneta en la que John Mumford iba junto con sus dos compañeros se deslizó fuera de la carretera, y aunque no hubo que lamentar víctimas mortales, la parte inferior del cuerpo de John quedó paralizada de por vida.
Mumford sufrió una rotura del cuello entre la quinta y la sexta vértebra cervical. Un tipo de parálisis que “solo” afecta a alrededor de 50.000 personas en territorio estadounidense (EN), y que permite a estos mover los brazos hasta la altura de los codos, imposibilitándoles igualmente el manejo de utensilios, y por tanto, precisando de una asistencia diaria.
Si movía el hombro izquierdo, podía realizar movimientos con su brazo derecho. Podía, por primera vez después de 15 años, abrir él solo la nevera, comer, lavarse, y en definitiva, realizar una vida sin necesidad de una asistencia 24 horas.
El precio en el mercado de esta tecnología rondaba los 60.000 dólares, que resultaban aún más barato (EN) que el gasto medio que un paciente con este tipo de minusvalía precisaba para mantenerse con vida.
La terrorífica realidad de un mercado sin ética
John entró a trabajar como “cabeza visible” de NeuroControl. El ejemplo vivo del primer transhumano cuya tecnología le había permitido recuperar el movimiento de sus brazos.
Y en 2001, en una reunión de marketing, fue informado de que NeuroControl dejaría de producir Freehand System. Se iban a centrar en un mercado más grande (el de personas con accidentes cardiovasculares), y en esa nueva línea, no había cabida para ni para John, ni para los cerca de 250 personas a los que se les había implantado Freehand System.
La compañía cerró, dejando sin soporte técnico a todos estos pacientes.
Al principio, parecía poco importante, pero pronto John empezó a notar que los cables externos del sistema tendían a enredarse y soltarse. Afortunadamente siempre encontraba alguien capaz de apañarlos, pero ¿qué pasaría cuando no quedasen repuestos?
En 2010 usó el último cable de repuesto que tenía, y entonces, un buen día, esta vez sin accidente de por medio, John se encontró con que Freehand System, aquel sistema que durante los últimos años de vida le había permitido recuperar el control de su brazo, dejó de funcionar.
Lo que la tecnología le había ofrecido, la compañía detrás de ese desarrollo se lo había quitado. Y no porque no creyeran en ello, sino porque los números, sencillamente, no salían.
Geoff Thrope, el hasta entonces director de Desarrollo de Negocios de NeuroControl, dijo en su momento:
“Los inversores tenían la esperanza de que penetraríamos en una mayor parte de la población total con lesiones de médula. Logramos vender varias docenas de implantes al año, pero hay que vender cientos, si no miles, para que tenga sentido“.
Desarrollar un producto para apenas 50.000 personas era un nicho de mercado que no interesaba. Pero si hubieran conseguido un solo paciente más en Reino Unido (tenían 19 y necesitaban 20), el sistema de salud nacional británico se hubiera planteado cubrir el coste de Freehand, y previsiblemente, con su decisión, también el Departamento de Asuntos de Veteranos de EEUU. Sin embargo, otros miembros de la junta, principalmente capitalistas de riesgo “decidieron que no estaban viendo los resultados de la inversión que habían previsto“.
John intentó ponerse en contacto con los miembros de aquella compañía, pero no estuvieron dispuestos a responderle. Tampoco a darle acceso a las especificaciones de construcción de su cableado, ya que eran potestad de NeuroControl, y NeuroControl ya no existía. Ni siquiera se mostraron colaborativos a liberar un listado de pacientes en su misma situación.
“Tengo un dispositivo implantado en el cuerpo que estaba considerado como una de las mejores innovaciones o inventos de este siglo. Lo último que piensas es que la empresa se va a ir a la quiebra, y no sólo eso sino que ni siquiera vas a poder comprar piezas para el sistema. ¡Es una locura!“
Internet entonces jugó nuevamente a favor de John, y gracias a las redes sociales (EN) pudo localizar a algunos otros.
Damion Cummins, al que le habían implantado Freehand de forma ineficiente después de un accidente en un partido de fútbol, se preguntaba ahora qué pasaría con aquellos cables y dispositivos que tenía dentro de su cuerpo: “¿Se acabarían desintegrando? ¿Me producirán algún tipo de problema en un futuro?“.
Scott Abram, un contable del Departamento de Interior de Estados Unidos que a los 17 tuvo un accidente semejante al tirarse de cabeza a un río, mantenía contacto con uno de los antiguos ingenieros (Kilgore) que desarrollaron la tecnología, y que le estuvo todo este tiempo enviando los repuestos que se habían quedado almacenados en algunas cajas.
Kilgore consiguió reunir a buena parte de los pacientes de Freehand y con ello la financiación suficiente para comprar una pequeña parte de NeuroControl, con la que actualmente está ofreciendo repuestos, ayuda y soporte a todos aquellos que se lo piden.
Junto con Peckhan (el investigador jefe del proyecto), montaron el Institute for Functional Restoration (EN), cuya misión es precisamente evitar que situaciones como estas se vuelvan a dar, siendo el primer estudio el de Freehand. No solo eso, sino que están mejorando la tecnología, que ya no cuenta con cables externos y es por tanto más fiable y segura.
Pero la historia no es más que una más de las quizás centenares de tecnologías destinadas a morir no por su ineficiencia, sino porque su rentabilidad en el mercado no es interesante a aquellos para los que estos pacientes son meros números. Tecnologías que han cambiado la vida para algunas personas, pero que no salen rentables en un mercado dirigido por el dinero y no por el bienestar social.
Porque la tecnología puede ser una herramienta muy potente, pero al final, la ética y moral de los actos que hagamos con ella, y de los actos que desencadenen su evolución, es la que dicta el camino que queramos seguir.
Edit unas horas más tarde: Añadido el enlace al Instituto de Restauración Funcional que Kilgore montó, gracias al comentario de un lector por LinkedIn.
Simplemente escalofriante. Me has dejado de piedra, de veras. Siempre había pensado, normalmente relacionado con los datos en la nube, lo peligroso que es llegar a que algo de valor para ti dependa de una empresa para la que, en el mejor de los casos, solo eres un cliente. Subes tus fotografías a la nube y allí las almacenas, disponibles desde cualquier sitio para siempre… ¿Para siempre? En el mejor de los casos cuando el servicio cierre o ya no les intereses te permitirán marcharte. En el peor… En el peor perderas tus recuerdos.
Pero lo de este caso, mejor dicho, estos casos es mucho más serio. Y lo que más miedo da no es que la empresa decida que la línea de negocio no es viable y la cierre, sino que se niegue a liberar la información, la tecnología, para que todos esas personas puedan buscar por su cuenta ayuda por parte de terceras partes que les permitan seguir siendo independientes.
En definitiva. A veces el futuro me da miedo.
Opino igual Hristomillo. Imagínate la situación…
Porque como bien dices, casos como el vivido con Megaupload son una putada, pero a fin de cuentas, no afectan a algo tan crítico como es la supervivencia del individuo (vale que para muchos supuso pérdidas económicas, pero no es comparable).
Es justo aquí cuando proyectos basados en la filosofía open source ganan adeptos. Meterte dentro del cuerpo algo con licencia propietaria te puede dejar vendido el día de mañana. Las personas suelen ser éticas, pero las compañías no. Solo tienen que ser rentables. Es lo único que les importa (y lamentablemente, están en todo su derecho).
Queda uno sin palabras con esta aberración. No somos más que una estadística. Y que pasará en el futuro cercano cuando la compañía que me instaló mi corazón artificial cierra o cambia su modelo y decide dedicarse, por ejemplo, al negocio funerario… ¡ya tendrá una base de clientes asegurada!
Claro, es justo ese el problema. Que tampoco podemos exigir que sigan con el proyecto si no obtienen los beneficios adecuados (es una empresa privada y tiene todo el derecho del mundo a seguir o no con sus creaciones) pero al menos que la legislación proteja a estos usuarios para que si el día de mañana pasa algo, las patentes se liberen a terceros que en verdad quieren seguir adelante con la idea (bien sea mediante contrato de exclusividad, bien sea mediante algún intermediario que vele por el buen uso de estas patentes).
Porque hablamos de vidas de personas, no del nuevo dispositivo “super chulo” que me he comprado.