No era nada que no se viera venir desde hacía tiempo, pero aun así causó una verdadera convulsión, más ética que revolucionaria, en el seno de nuestra sociedad.
Desde hace décadas hemos delegado el trabajo de cálculo en las máquinas. A nadie se le ocurre criticar a una persona por utilizar una calculadora a la hora de contar los gastos o beneficios de la jornada. Simplemente se hace en base a un bagaje histórico con suficiente peso donde la máquina ha demostrado ser muchísimo más exacta que el humano.
Pero claro, hablamos de una tarea puramente rutinaria, manual. Justo de esa tipología de tareas que ya desde la industrialización nos hubiese gustado automatizar.
El problema en este mismo momento es radicalmente distinto.
Por primera vez en la historia de nuestra civilización, la máquina tomó la decisión por nosotros en un aspecto que, aunque profundamente complejo, y habitualmente infravalorado, no todos estarían dispuestos a delegar: la intención de voto.
Una intención de voto asistida por IAs
Seguramente hay tres detonantes principales que nos llevaron a esta situación.
Por un lado, los avances de Sarah, la asistente omnipresente de todos nuestros dispositivos, que poco a poco se ha ido ganando la confianza de los usuarios.
¿Alguna vez se ha parado a pensar la responsabilidad que cedemos a una IA en el momento en que le permitimos que, en base a todo el conocimiento que tiene de nosotros, decida y construya una agenda que sea la más óptima posible para nuestra jornada? ¿O que espere el momento más adecuado para interrumpirnos con una alerta específica, como puede ser un email que, de nuevo, en base a todo el conocimiento que tiene de nuestros círculos de amistad, entiende que proviene de nuestro superior y debería ser tratado antes que el resto de emails con una trascendencia media/baja? ¿O que hayamos llegado a aceptar como éticamente normal que algunas de las interacciones con el resto de humanos se realicen de forma automática, como puede ser una respuesta a una pregunta sencilla (¿estás disponible el próximo lunes?), o un contacto de bienvenida por redes sociales?
Son pequeñas batallas que hemos librado contra nuestra propia pretensión de auto-gobernar nuestra vida, y en las que al final la máquina ha resultado ganadora.
Son pequeños hitos, recalco, pero que en suma dibujan un entorno cada vez más dependiente de sistemas inteligentes que han demostrado con el tiempo ser mejor que nosotros a la hora de tomar decisiones.
Pero claro, una cosa es delegar tareas rutinarias, aunque para ello haya que asumir una suerte de inferioridad capacitiva frente a la máquina, y otra muy distinta es dejar a un lado nuestro ego y aceptar que presumiblemente esta IA que durante años nos ha acompañado y asesorado en nuestra vida, que ha ido aprendiendo de nuestras interacciones con el resto del ecosistema tecnológico y social que nos rodea, puede llegar a tomar una decisión más óptima en algo tan aparentemente humano como es decidir a quién cedemos nuestro voto.
Que no deja de ser una cesión de otra cesión: Delegamos en la máquina la decisión de delegar en un tercero la gestión de nuestro país, pero con el pequeño añadido de que si bien la última pieza de la cadena no estamos dispuestos a asumirla (desde la antigua Grecia ha quedado patente que el ciudadano de a pié prefiere centrarse en sus problemas que tomar parte activa de la gestión comunitaria), la segunda todavía tiene un halo reivindicativo que por cercanía histórica nos toca más (lo que ha costado en algunos países conseguir que todos los ciudadanos, simplemente por ser, tengan la capacidad de votar, como para ahora delegarla en una máquina).
Y pese a todo, a la vista están aquellos escenarios vividos a principios del siglo XXI, que primero fueron tomados como distópicos, y luego se materializaron en la victoria de Trump en EEUU, en la salida de Reino Unido de Europa, y en la destrucción posterior de este proyecto por parte del Le Pen francés.
Cambios de gobierno elegidos democráticamente por un grueso de la sociedad que votaba con el corazón, no con el cerebro. Una masa descontenta de ciudadanos expulsados de aquel hipotético escenario globalizado de abundancia, que fue magistralmente recogida por el populismo extremo, cerrando fronteras y dirigiéndonos hacia esa época de oscurantismo que supuso la división de los dos grandes continentes: América con el Totalitarismo Tecnosocial y la antigua Europa con La Descentralización.
Todo porque, en efecto, la democracia es justo eso: la libertad de que cualquier ciudadano pueda esgrimir su derecho a votar a quien quiera, pese a que quizás lo haga en base a un sentimiento de rechazo al statu quo que a bajo nivel tan mal ha estado funcionando.
Delegar esta responsabilidad en todos y cada uno de los partícipes de una sociedad es algo democrático. Pensar lo contrario nos lleva ineludiblemente a sistemas dictatoriales. Pero, ¿hay un punto medio?
Encontrando el equilibrio
¿Uno en el que todo ciudadano esgrima su derecho a voto, y que aun así, la elección sea la que realmente se ajusta a la forma de ser y entender la sociedad de cada uno de nosotros?
Esperar que cada habitante dedique el tiempo y recursos necesarios para informarse hasta el más mínimo detalle de todo lo que en principio ofrece cada uno de los partidos, para que luego sea capaz de elegir acertadamente aquel que está más cercano a sus objetivos de vida (que no tiene porqué ir alineado con su ideología política), es pecar de ingenuo. Sin embargo, teníamos al alcance ya una herramienta que era justamente muy eficiente analizando grandes volúmenes de información y tomando decisiones en base a los resultados. Sin influencias externas, sin subjetividad.
Y con esto en mente, las elecciones de este año han sido las primeras en las que además de votar humanos, han votado sus asistentes. Al parecer, y según los datos recogidos por el CIS, cerca de un 23,71% delegaron esta faceta tan humana en la máquina.
Algunos (un 9,32%) por simple despreocupación, la mayoría (un 12,59%) convencidos de que la decisión tomada por la máquina era más cercana a sus necesidades que la que ellos mismos serían capaces de hallar.
El impacto es, por tanto, aún demasiado bajo como para sacar conclusiones. Pero es la primera vez en la historia, y presumiblemente, no será la única.
La época del liberalismo toca a su fin. O como dicen los defensores del voto asistido por IA, nunca habíamos tenido un liberalismo más puro:
A fin de cuentas, por primera vez en la historia podemos votar exactamente lo que queremos votar, sin auto-engañarnos, analizando todos los pros y contras, y dejando a un lado nuestros sesgos culturales e informativos.
Solo que el voto no sale de nuestra firma, sino de la herramienta que nos asiste.
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Inspirado en los continuos avances de la inteligencia artificial en pos de dotar de mayor irrelevancia nuestro papel a la hora de tomar decisiones.
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