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No sé si te habrás dado cuenta de que no había hablado aún públicamente del metaverso.
Al menos, no refiriéndome a la propuesta de Facebook. Al menos no fuera del mundillo del cine y los videojuegos.
La razón es que todo alrededor de este paradigma, me aburre enormemente.
Y no por su potencial, que entiendo está a la altura de las expectativas. Sino porque venimos ya de un par de décadas de sociabilidad digital bastante descafeinada. Con muchas aristas. Con muchos grises.
Quería dedicarle hoy la pieza a lo que entiendo que acabará siendo ese metaverso: la última jugada de una Facebook que es consciente que se muere.
Pero antes, tenemos hablar de sociabilidad digital, y del fracaso, al menos a nivel teórico, que ha supuesto.
La sociabilidad digital de principios de siglo
Leía a finales de la semana pasada un artículo genial en Magnet (ES) que hablaba de qué, bajo el punto de vista de quien escribe, hizo fracasar a Google+:
La premisa de la red social la conocemos todos: la idea era crear círculos pequeños y medianos de gente para interactuar. Una idea a caballo entre Facebook, Gmail y WhatsApp. Pero conforme creció en audiencia, millones de usuarios nuevos se unieron, la gente empezó a agregar a estos recién llegados a sus círculos. Y se hizo evidente un problema claro: muchos de esos nuevos usuarios no respondían ni interactuaban de ninguna manera.
Fue poco después de esto cuando la comunidad empezó a referirse a la plataforma como una “ciudad fantasma”. Solo que no era una ciudad fantasma en el sentido tradicional de un asentamiento vacío y abandonado. Más bien, era una ciudad habitada por “cuentas fantasma”. La sabiduría común era que “más amigos = mejor”. Es decir, cuanto más grandes sean sus círculos, más probabilidades tendrás de ser un usuario comprometido. Sin embargo, lo que mostraron los datos fue una imagen mucho más distorsionada. La situación real era “amigos más activos = mejor” (EN).
Es, de hecho, un problema que afecta por igual al resto de plataformas sociales, y que muchos hemos vivido en nuestras propias carnes.
Conforme un perfil empieza a tener mayor visibilidad (más seguidores), tiende a publicar menos contenido de tinte personal, y en líneas generales, a participar menos en la conversación.
Llámalo autocensura, llámalo presión pública, llámalo como quieras.
Sin ir más lejos, ya hace tiempo que a título personal me siento más cómodo, y trato por tanto temas un poco más cuestionables (como este) en los artículos exclusivos para mecenas, y no en los públicos. Y fíjate que en esta santa casa yo tengo el control absoluto (si algo no me gusta, lo borro, si algo quiero modificar, lo modifico cuando me de la gana).
Justo lo mismo que pasa con nuestro grupo privado de Telegram, donde como bien sabes, hablamos sin tapujos de los temas del día a día.
La cuestión es que hay una base antropológica para que esto ocurra: La de los lazos débiles y los lazos fuertes.
Las personas tienen relaciones sociales relativamente estrechas. “Hablamos con el mismo grupo pequeño de personas una y otra vez”, escribía Paul Adams (EN), quien dirigió un equipo de investigación social en Google, en su libro de 2012, Grouped. Más específicamente, las personas tienden a tener la mayor cantidad de conversaciones con solo sus cinco vínculos más cercanos. Como era de esperar, estos fuertes lazos, como los llaman los sociólogos, son también las personas que tienen más influencia sobre nosotros.
A medida que la gente cambia de los lazos fuertes a los débiles (EN), las conexiones resultantes se vuelven más peligrosas. Los lazos fuertes son fuertes porque su confiabilidad se ha afirmado a lo largo del tiempo. La información que uno puede recibir de un miembro de la familia o un compañero de trabajo es más fiable y contextualizada. Por el contrario, las cosas que oye decir a una persona al azar en Internet son, o deberían ser, menos intrínsecamente confiables.
Junta esto al hecho de que, al parecer, tenemos un límite biológico en el número de relaciones sociales que podemos mantener con un impacto significativo en nuestra vida: 150.
Hace ya un tiempo, en The New York Times (EN), Dunbar hablaba de qué se considera una relación de este tipo. “Esas personas a las que conoces lo suficientemente bien como para saludarlas sin sentirte incómodo si te las encuentras en una sala de espera del aeropuerto”.
Y de esas, ¿las íntimas? Entre 5 y 15 (EN).
Y ahora compáralo con la base del negocio de cualquier herramienta social, creada precisamente para dar importancia al número de seguidores, al número de Me Gusta, al número de retuits. Que mientras más tengas, mejor.
Esto fue lo que hizo fracasar a Google+, y tiene toda la pinta que será lo que haga caer en desgracia a plataformas como Facebook o Instagram.
Si de algo han servido esos Facebook Papers (EN) que salían estos días a la luz, es para demostrar que Zuckerberg es consciente de que su red social se muere. Que es un nido de cuarentones y cincuentones (sin faltar el respeto a nadie), y que a Instagram le quedan unos pocos telediarios más, conforme los millenials, que son la base de su demográfico, vayamos dejando paso a las nuevas generaciones.
Que esa estrategia de o te compro, o te copio hasta que te asfixio a nivel de mercado, no les está funcionando con TikTok, la red del momento, que ha sabido acercarse a la generación Z, y cada vez más al resto, hasta el punto de ser hoy en día la aplicación con la que más tiempo pasamos en el smartphone.
Más que con Youtube. Con vídeos chorras y cortos.
Increíble.
Que una empresa china (con matices, ya sabes, que nuestro TikTok depende de ByteDance, la parte occidental del gigante) sea ejemplo (más que Facebook, me refiero) de buena praxis a la hora de generar mecánicas de retroalimentación algorítmicas alineadas al negocio, y a la vez no nocivas, tiene delito.
Por la simple y sencilla razón de que ese esperpéntico paradigma de la Web 2.0 en la que cualquiera podía crear un canal de comunicación, y sin embargo, era incapaz de eliminar dicho contenido a su antojo o de forma automática, tiene los días contados.
Lo dije en 2018, y lo sigo diciendo en 2021.
Que la mochila histórica que supone cargar con tamaña carga expuesta públicamente a la red, ha hecho que muchos o pasen de utilizar estas herramientas, o como es mi caso, las utilicen puramente de canales de comunicación profesionales/entretenimiento.
Justo para lo que no fueron diseñadas (al menos, lo primero). Y delegando ese papel social a herramientas muchísimo más acotadas en impacto, como son los servicios de mensajería instantánea, o, ya puestos, algo tan arcaico como el email y las listas de distribución.
Todo porque, en efecto, el objetivo final de cualquiera de estas innovaciones no estaba en generar una herramienta que aportase a la sociedad (eso era un efecto secundario ansiado), sino el de generar billetes.
De ahí que estos días esté saliendo tantísima mierda alrededor del trabajo que hacían algunos perfiles dentro de estas empresas:
- Que si Google con su ex-codirectora de Ética (ES), la cual fue despedida por intentar arreglar los problemas de desigualdad que creaba la inteligencia artificial, y que entraba en conflicto con el negocio de la compañía.
- Que si Facebook con sus expertos en “integridad” (EN), un rol creado en 2016 precisamente para combatir los potenciales abusos de ingeniería social masiva que darían como resultado movimientos políticos como el Trumpismo o el Brexit, y que, de nuevo, fueron desoídos por la cúpula, al considerar que de combatirlos activamente, ingresarían muchísimo menos en publicidad.
- Que si Netflix, intentando sobrepasar la crisis reputacional por dar cobijo a series de la talla de Cuties (EN), en la que se considera el twerking de una niña de 11 años como un “baile sensual”, y no se corta en mostrar primeros planos de la entrepierna de varias menores, alterando el algoritmo de recomendación para que la serie no apareciese en las búsquedas, con la esperanza de apagar el fuego sin mover ficha públicamente.
Y así podríamos seguir con el resto de grandes tecnológicas.
El que quien diseña sea una empresa con ánimo de lucro, tiene por supuesto sus puntos fuertes en el hecho de que sabes de qué palo va a cojear.
El problema es que precisamente ese palo, con herramientas destinadas a un uso masivo y generalista, genera un halo de retroalimentación nociva que tarde o temprano explotará.
Quizás dentro de diez o quince años miremos hacia atrás y nos sorprendamos de cómo por aquel entonces aceptamos con gusto una presencia digital imborrable en plataformas de terceros. O, por el contrario, sigamos girando en la misma rueda de retroalimentación que nos infla de estímulos efímeros (¡He mira, he conseguido 100 likes en esta publicación!), soñando con llegar a ser tan populares como esos perfiles exitosos cuya vida parece perfecta, y que muy probablemente estén al borde del precipicio.
La sociabilidad digital de finales de siglo
Llegamos así al lanzamiento de Meta, el nuevo nombre con el que Facebook quiere limpiar su imagen llamar a su compañía madre, en una estrategia muy parecida a la que en su día llevo a Google a pasar a llamar su empresa matriz Alphabet (sin tanta crisis reputacional de por medio).
Meta, que al parecer viene de metaverso, pero me atrevería a decir que debe venir también de metadona, es el último intento de esa Facebook consciente de que si no mueve ficha y vuelve a encontrar su sitio, en 20 años dejará de existir. Que tiene dos décadas para pasar de ser quien lidera el sector de la sociabilidad digital, a ser un agente puramente intrascendente.
Para colmo, cerca de tres mil millones de usuarios entre todas sus herramientas, y con el resto de sectores en Internet conquistados por la competencia (ventas Amazon, web abierta Google, dispositivos Google/Amazon/Microsoft…), se hace patente que mucho más espacio para seguir creciendo no tiene.
Y es ahí cuando se junta esa ambición desmedida de los grandes líderes (antiguamente, militares, hoy en día empresarios) con las necesidades de negocio.
Si no hay crecimiento en Internet, el bueno de Zuckerberg habrá pensado que mejor crear un nuevo Internet.
Uno que no esté basado en lo que terceros hayan decidido, sino con sus propias reglas.
Sin pasar por un dispositivo que controla la competencia.
Un metaverso donde para cada transacción que se haga, se tenga que pasar sí o sí por el fee de su plataforma.
¿Quieres una nueva skin para tu avatar? Pues el % va para Meta.
¿Quieres esa nueva aplicación para conferencias en RV? Pues este % va para Meta.
¿Quieres montar un negocio virtual? Pues este % va para Meta.
¿Ves por dónde van los tiros?
Facebook declaró en sus resultados fiscales de 2020 (EN) que había invertido una cantidad cercana a los 18.500 millones de dólares en investigación y desarrollo (I+D) aquel ejercicio, buena parte de ellos para su división de realidad virtual (RV) y realidad aumentada (AR), conocida como Facebook Reality Labs.
A nivel puramente absoluto, no parecen grandes números (Amazon invierte tres veces más, Alphabet dos veces más en su I+D), pero si nos vamos al impacto relativo, la cosa cambia:
- Para Amazon, esos 40 mil millones largos suponen apenas un 11% de su neto.
- Para Google, esos casi 30 mil millones son un 15% de su negocio.
- ¿Para Facebook? Un 21%.
Y este año plantean subirlo hasta el 30%. De lejos más que el resto de tecnológicas.
Casi un tercio de todos los beneficios dirigidos a materializar ese Ready Player One que quiere montar Zuckerberg, y que es hoy en día pura entelequia. Ni de lejos tenemos la tecnología para ofrecerlo al nivel de lo que ha presentado la semana pasada. Pero, pese a ello, es probablemente la última salida que tiene la compañía para asegurar que vaya a seguir viva en las próximas décadas. La duda que tengo, no obstante, es si realmente va a aportar valor el hecho de tener que ponernos unas gafas y abstraernos de nuestro mundo, para gastar dinero en una realidad aumentada/virtual.
No pasó con los interfaces de voz, y eso que son bastante menos invasivos. ¿Pasará con la RV?
En ciencia ficción es un recurso muy fácil de explotar. Y para algunas casuísticas de la vida real puede ser realmente interesante.
¿Pero tanto como para que acabemos usándolo como hoy en día usamos Internet?
Ya no lo tengo tan claro.
Y fíjate que, por ejemplo, en la industria de los videojuegos, que es uno de mis entretenimientos favoritos, están aplaudiendo con las orejas. Es, de hecho, uno de los ámbitos donde más sentido tiene.
Pero le sigo viendo una herramienta más de sociabilidad, que para colmo tiene una barrera de entrada muy invasiva (abstraerte del mundo que te rodea).
Justo lo que intentamos evitar a la hora de diseñar herramientas (sean o no tecnológicas).
Por supuesto, quizás en unas décadas tenga que comerme estas palabras.
Serían entonces buenas noticias para Facebook.
Quizás no tanto para la sociedad.
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