Como bien sabéis, esta semana, entre viaje y viaje (esté artículo lo publico desde Zaragoza), reunión y reunión, intento aprovechar los ratos libres que tengo (y que son más bien anecdóticos) para seguir con la lectura de Hackstory.es, y es que pese a tener apenas 400 páginas, los continuos hipervínculos a la wiki del proyecto y a archivos de Google son un añadido de muy señor mío.
Casualmente, el otro día estaba leyendo cómo la escena hacker de esos años 90 estaba muy enfocada a crear virus y herramientas no para hacer el mal, sino para explotar las posibilidades de la informática y electrónica de aquel entonces, y esto me recordó nuevamente la brutal diferencia si lo comparamos con el panorama actual, donde ya metidos en el siglo XXI, quien hace virus tiene detrás a una verdadera industria del crimen organizado.
Ahora los hackers informáticos ya no hacen virus, o al menos, y salvando casos cercanos como los amigos de Flu Project (EN), la finalidad es que estos sirvan como ayuda para cazar delincuentes, para auditar los sistemas o poner a pruebas los antivirus. Llevamos casi una década en la que la figura del virus ha pasado de algo con fines hacktivistas, o por la propia reputación del sector, hacia una industria que mueve millones, que funciona de forma piramidal, como la mayoría de grandes compañías, y que se alimenta de los datos de los usuarios vía campañas de phishing o ransomware, vía malware multiplaforma, vía exploits en todo ese ecosistema conectado de nuestro alrededor.
También afecta al mercado negro. Una suerte de sofisticación que estamos viviendo desde que en Octubre del año pasado cerraran Silk Road (EN), el Amazon de las drogas, con una facturación anual estimada en 22 millones de dólares.
Destronado el rey, surgen alternativas (Agora, Atlantis, Pandora y Silk Road 2.0), y como cualquier otro mercado, la competencia agudiza el ingenio (EN).
Así es como llegamos al punto interesante que me ha llevado a escribir el artículo, y no es otro más que señalar el cómo hoy en día, uno de los ganchos que tienen este tipo de negocios es el hacer llegar a sus potenciales clientes que con la compra de su producto (recordemos que hablamos de droga principalmente), estamos ayudando a una pobre familia de Perú o Bolivia e incluso a esos jóvenes estudiantes de Brasil que se encargan de cortarla.
Estrategias de comercio justo y ética en un mercado cuya ética brilla por su ausencia.
A esto únale el problema que entraña realizar campañas de marketing en un sector en el que las identidades son anónimas (debes segmentar el target basándote en el target esperado, y no en el conocimiento previo del cliente), y hacer ver a esas IPs, salientes la mayoría de las veces de túneles VPN o nodos de tipo TOR, que al comprar en la competencia, en verdad estás financiando a los cárteles de la droga, y a la violencia de los países que lo sufren.
Ética corporativa disfrazada de consumo, donde hay mucho de lo segundo y poco de lo primero. Pero la cosa funciona, y seguramente todos nos quedemos más tranquilos sabiendo que gracias a nuestro dinero, ese niño peruano tendrá comida esta noche. O al menos nos quedaremos tranquilos antes de meternos la coca. Luego ya nos volverá a importar lo mismo de siempre: una mierda.