Leía hace un rato el artículo que publicaba Magnet sobre el futuro del dinero electrónico (ES).
En el, repasaban muy superficialmente la evolución que han experimentado esta suerte de servicios digitales hasta la explosión de estos últimos meses, con la irrupción de varios componentes fintech y el tenso debate entre la banca tradicional, el lobby político y demás stakeholders implicados (cadenas de consumo, grandes tecnológicas, …).
Pero de todo lo comentado, me pareció bastante acertado el pequeño apartado que le dedicaban a la proliferación de estos pagos virtuales en sociedades a priori bastante curiosas, como ocurre en buena parte del sur de África.
El éxito (y fracaso) de los sistemas de pago virtual en el fondo de la pirámide
M-Pesa (EN) ofrece en Kenia desde 2008 una plataforma para guardar y transferir dinero digital, que ya el año pasado, y según los datos recopilados por un informe de ElPaís (ES), correspondían al 73% de la población adulta (unos 23 millones de usuarios).
Es decir, más de la mitad de transacciones locales del país se realizan mediante servicios digitales, atacando precisamente a ese sector etnográfico del «fondo de la pirámide» (los consumidores más pobres, para que nos entendamos).
Algo que como decía resulta curioso, considerando que uno de los puntos en contra de la proliferación de este tipo de sistemas es precisamente el posible aislamiento de colectivos ya en riesgo de exclusión, como son los pobres.
Está claro que para realizar este tipo de transacciones es necesario disponer de:
- Unos conocimientos mínimos digitales: Por básicos que parezcan, vemos en nuestro día a día las dificultades que tienen algunos colectivos de entender y utilizar a un nivel aceptable la tecnología que cada vez abarca más servicios básicos. El cajero automático frente al recepcionista de un banco, la digitalización de las notificaciones que antaño llegaban mediante correo postal, los servicios de operadores móviles,…. Algo que frisa con buena parte de la tercera edad (con mayores dificultades para adaptarse al cambio) y con la clase menos pudiente (difícil acceso a una educación informática aceptable).
- Acceso a esta tecnología: Por el mismo motivo, tener un smartphone, aunque cada vez más accesible, sigue sin ser un elemento necesario para la supervivencia del individuo. Y cuando la economía da para lo que da, quizás no tenga sentido destinar parte ya no solo en la compra del terminal sino también en la tarjeta SIM necesaria con su contrato o prepago periódico.
Pese a todo, el sur del planeta, con el porcentaje de la sociedad más económicamente dependiente, está sufriendo en estos últimos años una verdadera disrupción en cuanto a implantación de sistemas de este tipo. Tanzania, Sri Lanka, Pakistán o Indonesia son algunos ejemplos de países donde el dinero físico está perdiendo peso frente al dinero virtual.
La falta de bancarización, el principal motivo de esta desmaterialización del efectivo
¿Dónde está el truco? Se estará preguntando.
El éxito de estos servicios en estratos socioeconómicos bajos se deben en su mayoría a la incapacidad de estos colectivos de acceder al sistema de banca tradicional, y a la descentralización que genera un ecosistema fintech en crecimiento.
Esto es, que paradójicamente la moneda virtual y los sistemas de pago digital están funcionando mejor en aquellos colectivos que por el motivo que sea se les ha negado acceder a una cuenta bancaria. Lo que conlleva no disponer de una tarjeta, y tampoco de los beneficios (ubicuidad, estandarización y seguridad) de pertenencia al sistema económico centralizado:
Según el CGAP (Grupo de Consulta para la Asistencia a las Personas Pobres, por sus siglas en inglés), un centro de investigación que fomenta la inclusión financiera, el dinero móvil puede permitir que se prescinda completamente de las infraestructuras bancarias tradicionales, de la misma manera que los celulares acabaron con la necesidad de la telefonía fija. He ahí la razón por la que, mientras en el norte —abarrotado de tarjetas de crédito, cuentas en Internet y otros productos bancarios— este sistema tiene problemas para despegar, en el sur la movilidad creciente convierte la desmaterialización del efectivo en una ventaja en lo que se refiere a seguridad y flexibilidad.
Casos como el de Somalilandia, un Estado no reconocido que lleva desde 1991, desde que se separara de Somalia, en un limbo jurídico que les impide disponer de bancos comerciales, han empujado el crecimiento de Zaad (EN/PDF), una aplicación inspirada en el éxito de la ya citada M-Pesa, y que está permitiendo a sus ciudadanos contar con una suerte de servicios «pseudo-bancarios» en el móvil.
Ver en Vimeo (ES)
Tcho-Tcho Mobile (EN), lanzada por Digicel, una operadora de telefonía, compite en Haití con la propuesta del Banco Nacional de Crédito, Haiti Pay, y por ahora domina las calles.
En juego ya no está solo el negocio (las comisiones son inferiores a las que hasta ahora ofrecían los bancos) y la facilidad de acceso a estos servicios (como comentábamos, no todos pueden acceder a una cuenta bancaria), sino también la seguridad.
Puerto Príncipe está dominado por bandas callejeras, y los atracos son una constante. De ahí que cada vez más ciudadanos se sientan más seguros cambiando el dinero físico que reciben por dinero virtual, y operando con éste mediante servicios digitales.
Ver en Vimeo (ES)
La privacidad y el control de las transacciones, un doble rasero
Quedaría un punto a considerar en esta paulatina evolución hacia monedas virtuales, y que ha sido defendido y criticado por un servidor en no pocas ocasiones.
Los detractores de este tipo de transacciones aluden a la falta de un sistema que controle las mismas, favoreciendo así el fraude. Y lo cierto es que hay motivos para estar de acuerdo y en contra.
La moneda física es a efectos prácticos irrastreable, lo cual es bueno (para el derecho de privacidad del consumidor/ciudadano) y malo (por los usos tergiversados que puedan llevarse a cabo con ella).
Por contra, la moneda digital y virtual cuenta siempre con un sistema de tracking (más o menos complejo, todo hay que decirlo) que podría ser utilizado tanto para evitar fraudes como para controlar a diferentes colectivos (ciudadanos, clientes,…).
De ahí que haya ese interés desmedido porque digitalicemos todas nuestras transacciones, cambiando nuestras tarjetas de fidelización de centros comerciales y supermercados por aplicaciones.
Y de ahí que haya que ser crítico a la hora de afrontar un cambio semejante.
Porque seguramente tenga más puntos buenos que malos, pero como todo en esta vida, es la implementación, y sobre todo, los partners que van a tener acceso a ese tracking, el punto flaco que deberemos mantener convenientemente vigilado.
En caso contrario, podríamos llegar a encontrarnos en un entorno altamente nocivo para los intereses de un grupo de colectivos, presuponiendo que esa información pueda ser utilizada no para mejorar la experiencia de compra y/o para adaptar el sistema a nuestras necesidades, sino para segmentarnos con fines menos halagüeños.
Una base de datos de personas pobres, por ejemplo, o de inmigrantes. O quizás de partidarios de un sistema político o de una etnia específica…
De ahí que el tema se plantee bastante complejo de analizar.
La misma tecnología que genera brecha social la destruye, y esto crea un sistema que es a la vez más seguro y menos privado, lo que hace que se vuelva potencialmente menos seguro y más privado, según sea la tecnología y el uso que le demos.
________
Si le gustaría ver más de estos análisis por aquí. Si el contenido que realizo le sirve en su día a día, piense si merece la pena invitarme a lo que vale un café, aunque sea digitalmente.