1474, Italia. En pleno cambio de era (del final de la Edad Media a principios de la Edad Moderna) se firma el Estatuto de Venecia, con el que se pretende por primera vez en la historia proteger la actividad inventiva frente a copias de terceros.


contra Uber Google

1710, Reino Unido. En vista del desbarajuste que permitía a cualquier dueño de una imprenta sacar como churros libros al mercado, se firma el Estatuto de la Reina Ana, más conocido como la “Ley para el Fomento del Aprendizaje”, que fija un derecho al autor sobre la obra (más adelante también sobre obras derivadas).

Dos decisiones cuyo objetivo era socialmente aceptable. Fomentar el aprendizaje y la innovación, incentivar la creación de conocimiento.

Las patentes surgían entonces como un elemento de control beneficioso, que con el tiempo, se ha vuelto nocivo. Hay negocio detrás del patentado, del copyright, y por tanto, surgen los corralitos.

Como comentaba hace tiempo, la Royal Society of Arts montó en el siglo XVIII unos premios que (valga la redundancia) premiaban a inventores e investigadores que abogaban por liberar su conocimiento a la sociedad, sin el absurdo miedo a la copia, retomando los principios que rigieron estos controles iniciales.

Ya de vuelta en nuestros días, observados espantados el abuso de poder de gobiernos y lobbies sectoriales por mantener el conocimiento enjaulado, por frenar la evolución del mercado.

Ese juez que como medida cautelar (ojo, medida cautelar (EN), no una resolución drástica e inmutable) señala a Uber como ilegal en España. Ese gobierno, sicario del lobby mediático, que fuerza a Google News a desaparecer del .es (ES).


Cuando la imprenta surgió, la Iglesia Católica la tachó de herramienta del Diablo. De una máquina maligna que conllevaría el fin de la humanidad, tergiversando las palabras del Señor.

Cuando internet se abrió al mundo, hubo firmes detractores que temían que con ello la información se perdiera, que el conocimiento pasase a un segundo plano.

Economía colaborativa, crowdsourcing, compartición. La historia se repite en la actualidad, y como decía, va a acarrear el mismo desenlace.

No se puede luchar contra la innovación, cuando las ventajas de esta superan a sus inconvenientes.

El problema de Uber, o de Blablacar, o de Airbnb, es que ofrecen unos servicios que ponen nerviosos al mercado. Dan solución a una necesidad (la de economizar viajes o espacios) dotando al usuario de a pie de una plataforma para realizar transacciones descentralizadas.

No hay por tanto un gobierno central que lo monopolice (lo que no quita que haya una gestión de las transacciones), una asociación de taxistas o un ayuntamiento que se lleve absurdas comisiones por repartir licencias. Y eso pone nerviosos a los que llevan toda la vida viviendo del trabajo de otros.


Pone nerviosos a los trabajadores de ese antiguo mercado, que aquí son lamentablemente las víctimas. Taxistas, autobuseros y hoteleros, que de la noche a la mañana, se dan cuenta que ese mercado (sus clientes) que llevan años demandando algo que no había, ahora cuentan con los medios para organizarse. Que todos esos extenuantes trámites que tuvieron que pasar ahora ya no son necesarios, y que unos recién llegados ofrecen un servicio mejor saltándose a los intermediarios.

Pone nerviosos a los intermediarios, que estos sí, se encuentran con que su negocio ya no tiene sentido. Y atacan de la forma que siempre les ha funcionado, con lobbismo. Esas discográficas, esa industria del cine y de la imprenta, quejándose al gobierno de turno por lo injusto que es que alguien se les esté saltando.

¿Por qué debería cambiar yo (se preguntarán), cuando desde tiempos inmemoriales esto ha funcionado bien de esta manera?

Porque los tiempos, amigo mío, han cambiado, y los clientes de entonces no son los de ahora.

Pues penalicemos el enlace, porque de algún sitio tengo que cobrar las pérdidas que ese internet me esté ocasionando.

No, señores de AEDE, el problema es sencillamente vuestro, no de Internet. De no saber actualizaros, de no entender que ahora el cliente está en Spotify o Netflix, y que si en nuestro país no pueden usarlo, se irán a Series.ly o SeriesPepito, y que si estas cierran, nos iremos a PeliculasChingonas o nos montaremos servidores descentralizados en Plex, lejos de vuestro férreo control.

Y por último, pone nerviosos al gobierno, que bajo la presión inevitable de la evolución tecnológica, encuentran en esos medios arcaicos la manera de tejer su red de corrupción.


Hoy hago caso y firmo leyes por la vía rápida, sin posible respuesta de los ciudadanos, a cambio de que mañana, sea usted más transigente al tratar la noticia del blanqueo de capital de X caja de ahorros, o de X partido político. A cambio de que usted subvencione mi campaña.

El problema es que esto solo alarga la muerte. No hay freno posible a la evolución. No hay freno posible al conocimiento.

Si no es Uber, será otra, pero el mundo del taxi tal cual lo hemos conocido tiene los días contados. Si no es Blablacar, será otra, pero la compartición de gastos en viajes es ya una realidad, que hará peligrar (quizás) el negocio del transporte interprovincial. Si no es Netflix, será otra, pero la industria del cine y la televisión no está supliendo la demanda real de usuarios que SÍ queremos pagar algo aceptable por ver lo que queramos cuando queramos y en el dispositivo que queramos. Porque internet seguirá siendo un lugar donde compartir, le pese a quien le pese, y por mucha reforma exprés y derecho irrenunciable que el gobierno se saque de la manga.

Dejo para terminar el primer documental colaborativo creado sobre la compartición #CompartirMola (ES/enlace roto). Apenas media hora, para disfrutar en una tarde de invierno :).