La privacidad es un derecho recogido en la mayoría de países del primer mundo. El derecho a levantar murallas que protejan y eviten la publicación de información sensible del ciudadano, que surge como una necesidad de autocontrol de nuestra identidad en una sociedad basada en la información.
Ahora bien, resulta curioso que la privacidad como derecho no lleva entre nosotros más de un siglo. En civilizaciones más antiguas, todo aquel que mostraba interés en mantenerse anónimo, en pasar desapercibido, era percibido como alguien que ocultaba algo. Un peligro para la sociedad, alguien de quien desconfiar.
La privacidad es un bien asociado a la Edad Moderna
En la antigüedad, las personas realizaban sus necesidades básicas en grupo, incluso las relaciones sexuales. Las puertas de las casas, si es que había, cumplían el cometido de mantener fuera el frío y a los posibles depredadores, no tanto el separar espacio privado de público.
Los baños eran públicos. Un lugar donde las gentes iban a charlar de sus asuntos. Únicamente contaban con privacidad aquellos que tenían el nivel social necesario, e incluso ellos mantenían una privacidad entre diferentes sectores de poder, no entre individuos.
Seguramente usted recuerda cómo era la casa de su abuela, y si es así, es bastante probable que esta no tuviera puertas que separaran las habitaciones entre ellas, sino a lo sumo cortinas. Incluso es posible que usted haya dormido ya no solo con sus hermanos, sino también con sus padres, en la misma estancia, aunque quizás, con suerte, en distintas camas.
Con la llegada de la Edad Moderna (ES), los asuntos de la burguesía pasaron a considerarse privados. La gente tenía un perfil público y otro privado. Y gracias a esta separación del Yo, surge la necesidad de privatizar los espacios, que ha conllevado un cambio de mentalidad tan trascendente como el que estamos viviendo en la actualidad.
Cada usuario tiene diferentes Yo, bien sean propios (actuamos de diferentes formas en plataformas sociales que en páginas, por ejemplo) o autoimpuestos por la tecnología (burbuja de filtros). Ello conforma un perfil público-privado digital que enriquece el perfil social que tenemos con nuestros allegados (la identidad real). Cada uno con sus propios niveles de privacidad, que son con mayor o menor acierto (más bien lo segundo) gestionados por terceros, y superan con creces los conocimientos del usuario medio.
Las ventajas de una falta de privacidad consentida
Todos, en mayor o menor medida, deseamos que nuestra privacidad esté por encima de todo. Vemos toda la información que cualquiera puede obtener de nosotros tan solo realizando una búsqueda de 30 minutos por buscadores y redes sociales, toda la información que pueden obtener de uno de los múltiples selfies que publicamos a diario, y nos damos cuenta de que estamos ante un problema crítico para nuestra identidad, que puede salpicarnos tanto en el mundo digital como en nuestro día a día.
Sin embargo, estará de acuerdo conmigo en que de cara a elegir el próximo presidente del país, usted preferiría tener en su mano el acceso a la información de esa persona. De todo su historial cronológico, con lo bueno y lo malo, sin censura.
También querría saber antes de comprar un piso si existe un historial conflictivo en el vecindario, si aquella autopista que se ve desde la ventana tiene picos de ruido que podrían molestarle por las noches, si hay demasiados registros de arreglos en la infraestructura y el mobiliario.
Y como no, agradecería sumamente que alguien encontrara la cura contra el cancer, contra el alzheimer, o la enfermedad que se precie.
Para llegar a todo esto, es necesario el análisis de big data, y también, según cómo se entienda, atenta a la privacidad del individuo.
¿Cuál es la frontera entre perfil personal y perfil público? ¿Estamos dispuestos a sacrificar privacidad a cambio de control y explotación de datos afin a nuestros intereses?
Un sistema que se alimenta masivamente de información, en un entorno de infoxicación masiva, de abusos de privacidad, y de negocios alegales basados en este principio que para colmo mantienen la industria.
Y bajo este prisma, y sabedores que la identidad digital perfila nuestra identidad propia y la idea de identidad que tienen el resto de nosotros en el mundo real, ¿qué garantías necesitamos para redefinir lo que entendemos por privacidad de aquello que consideramos datos cuantificativos públicos?
Iría aún más lejos ¿Qué beneficios tiene la cesión de parte de la privacidad para beneficio del buen funcionamiento de la sociedad? Sobre todo esto (y mucho más) hablaremos en el siguiente artículo, que publicaré mañana.