Sedentarismo y bloqueo mental

Hablábamos recientemente de cómo Facebook era capaz de modificar el algoritmo de recomendación de actualizaciones de nuestros conocidos para realizar estudios sociales que podrían tener una aplicación verdaderamente terrorífica en su business kernel, la publicidad hipersegmentada.


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Durante estos días, en las redes sociales se ha formado un intenso e interesante debate sobre el sino del artículo, que no es el hecho en sí de que Facebook pueda hacer este tipo de investigaciones (como digo en el mismo, nosotros hemos aceptado que así sea), sino que cuando ocurren estas cosas, es cuando nos damos cuenta de hasta qué punto hemos delegado el control a las herramientas que utilizamos en el mundo digital.

El problema viene de muy lejos. En los orígenes de esa internet ya masiva, el usuario tenía que hacer auténticas virguerías para obtener la información que necesitaba. No había buscadores, por lo que el acceso a la misma se hacía a partir de una confianza en un directorio de documentos. Si te interesaba una temática, te tocaba ir mirando cada página archivada con esa temática con la esperanza de que la información estuviera allí.

Si querías hablar con la gente, recurrías a los chats. Y ojo, que instalar un programita de estos no era apto para neófitos. La configuración inicial incluía habilitar puertos, direcciones IP y mil cosas más, para luego entrar en una sala en la que podrías encontrar la información que buscabas o no.

Internet no era para nada amigable con el usuario, y sin embargo ofrecía algo que paulatinamente estamos perdiendo: el control. Control en los criterios de búsqueda, control en cómo nos conectamos a qué y control en lo que acabamos por recibir.

La situación actual es muy diferente.

Las barreras de entrada a la tecnología se han rebajado drásticamente. Ahora cualquier persona con un mínimo de entendimiento, puede usar un smartphone y tener en su mano la posibilidad de acceder a todo aquello que posiblemente necesite en su vida. De aquel usuario técnico pasamos a un usuario con cualquier perfil que se precie, normalmente sin cultura digital, y que encuentra en la red una herramienta para estar al día de su entorno, ya sea inmediato o remoto, segmentado o global.


En este camino, hemos trasladado esas necesidades de configuración y parametrización de servicios a bots y automatismos. Algoritmos que intentan realizar la parte lógica que anteriormente tenía que hacer también el usuario, abstrayendo toda esa gestión y ocultándola bajo una interfaz bonita. Recurriendo incluso a la opacidad de la gestión como herramienta extra para mantener el control.

Y el cambio, al menos a nivel general, es para bien. No voy a ser yo quien diga lo contrario. Pero sí me preocupa que esos algoritmos están desarrollados por personas, que no son perfectos, y que por lo general, su fin no es únicamente ayudar al usuario, sino sacar beneficio de su explotación.

Así es como llegaba a la conclusión hace ya sus meses que toda esta nueva oleada de herramientas de descubrimiento formaban parte de una revolución tecnológica estéril: Partíamos de una situación en la que el usuario le costaba mucho acceder a la información, para ir a otra en la que el acceso es inmediato, pero está fuertemente condicionado por unas herramientas de recomendación que anteponen (como es normal) el interés económico antes que el del usuario, bajo la utópica fachada del cinismo. Partimos de una situación desventajosa para llegar a otra que presenta el mismo número de problemas.

Las redes sociales modernas (a excepción de algunas de nicho como LinkedIn) han llegado a la conclusión que la mejor alternativa es no enseñar todo lo que nos deberían enseñar, sino «aquello que más nos pueda interesar«. Y ese aquello que más nos pueda interesar está regido por el negocio, de forma que esa supuesta información hipersegmentada pasa a transformarse en una suerte de nueva infoxicación. Infoxicación que vemos en servicios de nueva generación como Flipboard. Revistas digitales que de nuevo, abstraen la ardua tarea de obligar al usuario a realizar una labor crítica de qué medios quiere utilizar para estar informado. Abstraen por tanto la tecnología (RSS), y el usuario final únicamente tiene que decir que le gusta una temática, lo que le permite al algoritmo de recomendación sugerirle medios (esté usted tranquilo que los que aparecen al principio de la lista no es precisamente por su calidad, sino por su extensa billetera) que tratan esa temática. Ahora quien nos manipula no es (únicamente) el emisor de la información, sino el canal.

El objetivo no es otro que volver mágico algo que no deja de ser puramente sistemático. El que el usuario utilice unas herramientas que no entiende pero que le dan «aquello que necesita», por obra y gracia del espíritu santo (el ejemplo de ese nuevo Chrome que oculta la URL es un ejemplo más). Que haya una confianza ciega en que aquello funciona así porque debe ser. Evitar que haya preguntas al respecto. Un nuevo estado de cinismo, heredado de la política, en el que el acceso a la información lo gestiona el intermediario.

Porque quien gestiona la información tiene el poder. Es así de sencillo.