sharing economy


No, no me he vuelto por ahora más loco que de costumbre. El título define con bastante acierto un sentimiento que cobra cada vez mayor intensidad en mi interior. Y creo que no soy el único.

Cada vez entiendo menos esa necesidad tan “humana” de poseer bienes.

Un servidor vive de alquiler, y poniendo en la misma balanza las ventajas (no ataduras a una localidad específica, olvidarme de temas comunitarios…) y las desventajas de este hecho (dinero “que se pierde”, inversión a futuro…), las primeras ganan por goleada. Y me pasa lo mismo con el coche (¿para qué quiero uno si tengo transporte público, e incluso para algún viaje puedo plantearme alquilarlo?) o los gadgets que me voy agenciando.

De hecho, esta forma de entender la posesión de bienes físicas está muy reflejada en la base de ese sistema de micromecenazgo que hemos implementado en estos lares, en la Comunidad.

¿Para qué querría un servidor todos esos dispositivos que compramos periódicamente con el dinero de los mecenas sino es para probarlos, realizar la review, y luego deshacerme de ellos? ¿No es mejor entonces que, una vez probados, los sortee como estamos haciendo entre todos los miembros? Yo ya he obtenido lo que quería. Y si alguno de verdad me interesaría tenerlo, me lo vuelvo a comprar y listo.

La cuestión es que conforme las nuevas generaciones irrumpen en la sociedad, cada vez tenemos mayor capacidad para compartir lo que tenemos, generando una sociedad muchísimo más eficiente, y librándonos de esa mochila histórica que quizás ya no pegue tanto con el modo de vida actual.

Sin ir más lejos, leía hace un rato que en los hogares de EEUU hay 80 millones de taladros, y que de media, cada uno se está utilizando 13 minutos al año. ¿Qué pasaría si cada uno de esos dueños les diera por compartir su taladro? Total, les quedan miles y miles de minutos al año (525.587 para ser exactos :)) en el que realmente ese taladro no lo están utilizando, e incluso podrían sacar valor de esta situación (recuperando de lejos la inversión realizada en su compra).


Ahora extrapole esto al resto de bienes que tenemos.

¿Cuántas veces se pone esa ropa del armario, o esos complementos? ¿Cuál ha sido la última vez que volvió a leer ese libro que tiene en la estantería? Ya ni hablemos de esa tabla de surf, de esa guitarra, de esa consola, ¿verdad?

La paradoja de los derechos de bienes físicos frente a los virtuales

Tenemos la capacidad (legal y logística) de ser más eficientes en nuestra vida en colectivo, en nuestra propia vida.

Si un porcentaje de la sociedad está interesada en compartir parte de sus bienes, eso hace que en esencia no sea necesario que nosotros como unidad familiar (o individual) tengamos que suplir con bienes todas esas necesidades. Simplemente cubrimos aquellas que de verdad queremos cubrir (creemos que nos va a salir más rentable), y en base a esos bienes, los compartimos con el resto de interesados a cambio de otros bienes que vayamos necesitando.

No hablo de romper con la dictatorial maquinaria del consumismo capitalista, sino simplemente de, en base a esos mismos engranajes, crear una segunda vía para que en esencia toda esa maquinaria sea más eficiente.

Una intermediación que resulta beneficiosa para la propia sociedad, y también, para la industria.

Se acaba así la necesidad de contar con un trastero, la dependencia a estar continuamente renovando o manteniendo nuestras posesiones. Pero sobre todo, y al menos es para un servidor lo más importante, la tranquilidad de saber que nuestra mochila es cada vez menos pesada.


Que si mañana por la razón que sea me sale una oportunidad de irme a vivir a Japón, puedo hacerlo sin tener que echar la vista atrás y estrujarme la cabeza.

Que toda mi vida cabe en una una maleta.

Comentaba que surge entonces una paradoja, y es que es curioso que tengamos problemas con esto precisamente en un entorno (el físico) donde el derecho de bienes está tan desarrollado.

Cuando compramos un bien (pongamos un libro, por ejemplo) sabemos que podemos consumirlo, pero que también tenemos la capacidad de realizar la mayoría (cuando no todas) de las siguientes opciones:

  • Podemos copiarlo para nuestro propio uso.
  • Podemos revenderlo.
  • Podemos dejarlo en herencia.
  • Podemos regalarlo.
  • Podemos prestárselo a un conocido.
  • Podemos acceder a él cuando queramos.
  • Podemos quedárnoslo para siempre, sin excepciones.
  • Somos, a fin de cuentas, su propietario.

Ahora pregúntese si esto ocurre igual cuando compra un bien digital (un libro de nuevo, pero esta vez digital).

¿A cuantas de estas sentencias ha tenido que decir que no? ¿Curioso, verdad? Máxime considerando que frente a las barreras de entrada que tendría implementar un servicio estandarizado de economía de la compartición en el mundo físico, en el digital esto prácticamente se haría de manera instantánea.

Aaron Perzanowski y Chris Jay Hoofnagle, dos profesores de leyes estadounidenses, han estudiado este fenómeno, publicando recientemente su trabajo bajo el título “What we buy when we buy now” (EN/PDF), y las conclusiones son las esperables.


Que en casi todas las plataformas digitales no se cumplen ni de lejos la mayoría de derechos que históricamente hemos asociado a la posesión de bienes.

Habría algunas excepciones, claro está, pero seguimos aún muy verdes en un escenario que precisamente se presta muchísimo más a ejecutar nuestros derechos.

Y llegan a un corolario con el que me identifico al 100%: Que los usuarios estamos dispuestos a pagar un poco más por tener esta libertad.

Sin tener que hacer los trapicheos que hacemos en el día a día, como es considerar “miembro de la familia” a un amigo en nuestra cuenta de Steam para que éste pueda acceder a nuestra biblioteca, como es tener que saltarme el DRM de los libros comprados en Amazon para poder pasarlos a mi otra cuenta, como es el saber que, descontando la posible obsolescencia del medio, el día de mañana mis hijos puedan, si quieren, heredar mi cuenta de Spotify o de Netflix. Y por último (aunque no por ello menos importante), que tengo la capacidad de modificar aquello que he comprado para adaptarlo a mis necesidades.

Algo que sé que podrá ocurrir con mis juegos en formato físico, con mi estantería repleta de clásicos del rock y el heavy de los 80. Justo aquello que no me importaría poder compartir con otros interesados, habida cuenta de que lleva años cogiendo polvo en casa de mi madre.

En definitiva, que estaría encantado en “perder” mis bienes físicos a cambio de mayores garantías con los bienes digitales. Bienes que no hacen que mi mochila pese tanto, y que aún a sabiendas de que el entorno es propicio a ello, no tengo manera de hacer uso de todos esos derechos que tendría un verdadero propietario.

¿Coincide todo esto con su forma de pensar?