Aunque podríamos hablar de un pseudo-liberalismo ya desde el siglo XVII, lo cierto es que no sería hasta el siglo XVIII cuando empezaron a surgir movimientos políticos liberalistas como respuesta a la caída en desgracia del absolutismo de los siglos anteriores.

De pronto el pueblo, que había aceptado durante siglos ser un mero títere del poder, decidió levantar antorchas frente a sus dirigentes, y eso se tradujo en un aumento exponencial de los derechos (y deberes) del ciudadano, y un detrimento en la misma cuantía del poder hegemónico.

La democracia moderna es justo eso. Un sistema de gestión comunitaria en el que los representantes son elegidos (con mayor o menor participación) por parte de los ciudadanos. Y el poder se divide, al menos en la mayoría de democracias, en varias patas (ejecutivo, judicial y legal en nuestro caso) para minimizar, en la medida de lo posible, las esperables tergiversaciones de un sistema centralizado.

Todo unido a la importancia que cobra el capitalismo para mantener los engranajes liberales. A fin de cuentas, el ciudadano debe tener la capacidad de producir. Pero además, de consumir lo que produce.

Por tanto, hay dos elementos claves en el neoliberalismo que rige (o regía) hasta ahora el mundo occidental: tu derecho de voto y tu derecho de consumo.

Los retos democráticos modernos

Lo increíble de esta época que hemos estado viviendo es que la mayor parte de los países occidentales se han regido precisamente por un equilibrio bastante sano entre el liberalismo y el socialismo. Nuestras libertades llegan hasta donde llega el interés social, y eso se traduce en una suerte de sistemas garantistas que protegen a los más necesitados (educación pública, sanidad pública, ayudas sociales,…) sin cortar las alas a los que quieren prosperar (libre mercado, autogestión económica, libre derecho de expresión,…).

Pero como todo sistema, tiene sus problemas, y uno muy presente en nuestro día a día viene de la mano de la propia esencia del ser humano: la corrupción.


Aceptamos que los políticos nos mientan (que levante la mano aquel partido que ha cumplido todo lo que prometía en campaña), y lo aceptamos porque es un “mal menor”. En el momento en el que somos conscientes de que por primera vez en la historia quien ostenta el poder lo puede hacer de forma pacífica, que depende para ello de contar con los apoyos suficientes dentro de esa sociedad, y que a lo sumo podrá estar solo unos años ostentando un poder que, recuerdo, no es absolutista, parece que esa corrupción, en límites razonables, es el menor de nuestros problemas. Peor sería, a fin de cuentas, un régimen dictatorial o uno basado en la herencia (reinados).

Ergo, aceptamos un porcentaje de corrupción. Pero por supuesto, y de ahí viene precisamente la esencia del liberalismo, llega a un punto en el que la corrupción tiene un impacto tal que a efectos reales podemos considerar que está matando al propio sistema.

Tenía guardado desde hace tiempo la brillante (y extensa) pieza de Jacob Metcalf (ES) sobre el funcionamiento de Cambridge Analytica y su impacto en la democracia tal y como la entendemos.

Hablamos, como ya expliqué en su momento, de la corrupción del sistema de votos (en este caso americano), tergiversando la toma de decisión de hasta 80 millones de votantes, y dirigiéndolos hacia un partido específico.

Estos movimientos no deberían sorprendernos. A fin de cuentas, siempre hubo manipulación dentro de esa corruptela política de la que hablábamos antes, haciendo promesas y compromisos que luego jamás se cumplirán.

Pero la diferencia entre los acercamientos históricos a la corrupción política y lo que hemos ido viviendo en esta última década gracias a los avances tecnológicos y la hegemonía informática tiene un elemento más a considerar:

Todos esos votantes ejercieron su voto LIBREMENTE y de forma GLOBAL (no localizada), sin presiones, y sobre todo sin ser CONSCIENTES de la manipulación.


El nuevo liberalismo tecnológico no es liberalismo

Fíjate que he puesto la última frase en negrita y hasta con mayúsculas, porque sintetiza a la perfección a dónde quería llegar.

Hace ya un tiempo en uno de mis relatos distópicos adelanté la tesis de esta pieza.

Dentro del mundo que hemos creado en dicha serie, llegábamos al punto en el que Reminder (el Facebook de nuestra realidad) era capaz de ejercer nuestro derecho a voto de una manera muchísimo más objetiva (en base puramente a nuestros intereses, sin factores externos subjetivos y limitantes) que lo que seríamos capaces de hacer por nosotros mismos.

A fin de cuentas, hablamos de un sistema que nos conoce a la perfección, y que no se ve influenciado por criterios externos (una charla que tengamos con un conocido con diferentes opiniones políticas, un debate en televisión, un artículo que leamos…) ni circunstanciales (estado de ánimo el día del voto, sucesos que puedan ocurrir en la mesa…).

Llegados a este punto, ¿no ejerceríamos nuestro derecho de voto de una manera mucho más adecuada?

Lo mismo un servidor, que me he considerado tradicionalmente más de izquierdas, descubro que por mi forma de pensar, mis principios y mis objetivos en la vida (factores objetivos), debería votar a la derecha. Algo que lo mismo mi cultura e historia familiar (factores subjetivos y externos) me impide hacer.

¿Ves a dónde quiero llegar?


El verdadero reto de la democracia, y por ende, del neoliberalismo, no es el surgimiento de un Cambrigde Analytica, sino todos los futuros Cambrigde Analytica que van a aparecer. Sistemas de manipulación globales cada vez más sofisticados, que atacan a la misma raíz de la democracia, dirigiendo al ciudadano hacia unos derroteros previamente fijados, sin forzarle, y por tanto sin que éste sea consciente de ello.

Campañas que trascienden los elementos de corrupción históricamente asociados al mundo de la política para que, en base a la cada vez mayor capacidad de análisis y segmentación de usuarios, en base a la cada vez mayor hegemonía del mundo digital, supeditado a sistemas de recomendación de información, dentro del modelo de consumo informativo de la sociedad cada vez menos ciudadanos ejerzan su voto “libre”.

Si el canal por donde nos informamos, y lo que nos llega de todo nuestro círculo de amistades, es únicamente aquello que una élite quiere que veamos; si dicha élite es capaz de influenciar a un porcentaje masivo de los votantes en base a un conocimiento desmedido de las preocupaciones del mismo y una serie de campañas específicamente diseñadas para manipular a dicho electorado; ¿podemos considerar al sistema liberalista?

¿Aceptamos entonces aumentar el límite de corrupción esperable en una democracia para incluir el nuevo statu quo social y tecnológico dentro de sus fronteras? O por el contrario, ¿aceptamos que el neoliberalismo ha encontrado su talón de Aquiles no en otro movimiento político antagónico, sino más bien en la interpretación de la realidad a la que la tecnología y nuestras propias limitaciones intelectuales nos dirige?

Quien controla la información controla al ciudadano

Hace unos días un grupo de personas acabó con la vida de dos hombres en el norte de India en base a un bulo compartido masivamente por WhatsApp (EN). El otro día, un hombre mantuvo en jaque a las autoridades de Arizona y Nevada al no dejar pasar a ningún vehículo por la Presa Houver hasta que el gobierno publicara “el informe OIG”, basado en una supuesta conspiración muy extendida en la red (EN).

Son casos aislados recientes del impacto real que están teniendo ya las mecánicas de tergiversación informativa. En algunos casos supeditadas a los límites del machine learning que hay tras su difusión, y en otros (los que más deberían preocuparnos) en base a campañas bien orquestadas por aquellos que, sea por el motivo que sea, pretenden alienar a un porcentaje de la sociedad.

El gran reto del siglo XXI no es el acceso a la información, sino la capacidad del individuo para “curar” la vorágine de información a la que está expuesto, y sacar sus propias conclusiones, sin verse demasiado “infectado” por la corrupción del sistema.

De ahí que sea pesado en eso de ser nosotros quienes controlamos qué consumimos y que no. Que vea necesario informarnos de aquellas fuentes que nos gustan, pero más aún, de las que reman en contra de nuestra ideología.

Y esto mismo aplicado a lo que dicen nuestros amigos, conocidos y completos desconocidos por redes sociales, partiendo del escepticismo sano.

Cualquiera puede escribir en Internet, y esta página es un buen ejemplo de ello :D.