valor producto vs suscripcion

Decía hace unas semanas que había terminado el Super Mario 3D World + Browser’s Fury.


Y he estado hasta hace apenas unos días dándole en ratos libres al Dragon Quest XI: Ecos del Pasado, aprovechando que está incluido en esa maravilla de suscripción que es el Game Pass.

Era, de hecho, uno de los juegos que quería comprarme desde hace tiempo (ha estado bastantes meses en mi lista de deseados en Amazon), y lo estoy disfrutando como un enano.

El caso es que pese a todo (me está encantado, ojo), me estoy dando cuenta de que le veo varios handicaps. Los clásicos de cualquier JPRG (farmeo continuo y diálogos y cinemáticas que duran muuuuuchos minutos, ya sabes)Unos handicaps que probablemente hubiera obviado si en vez de tenerlo incluido en el Game Pass, lo hubiese comprado en físico, como pensaba hacer, para la Nintendo Switch.

Quería hablarte por tanto en este artículo del valor que le damos a los productos que compramos frente a los que tenemos acceso vía suscripción.

El entretenimiento que no se acaba

Y empiezo con unas declaraciones que creo que sirven de contexto para darnos cuenta del mundo en el que vivimos.

Hace unas semanas el bueno de Josef Fares, creador de A Way Out y el reciente It Takes Two, llegó a asegurar que estaba tan convencido que su último título era bueno que ofrecería 1.000 dólares a cualquiera que llegase a aburrirse jugándolo.

El tema podía haber quedado en una mera anécdota sino fuese porque contextualizó su mensaje (EN) con la siguiente frase:


«Se que muchos me dicen, ¡eh, es fantástico que el 51% de tus jugadores en A Way Out hayan acabado el juego‘, y me dicen que eso es un número extremadamente alto, pero me entristece. Eso significa que el 49% restante no lo acabaron, no es algo por lo que deba alegrarme«

A ese punto hemos llegado.

A Way Out ha sido un éxito porque según los datos de Steam, el juego lo han acabado el 51% de las personas que lo compraron.

Es decir, que un 49% de los que han pagado por él no lo han terminado.

Casi la mitad de los compradores.

Si esto es tener éxito, no me quiero ni imaginar en qué porcentajes se mueve la media de juegos lanzados. ¿Un 30%? ¿Un 20%?

¿Estamos locos?


Y fíjate que hablamos precisamente de juegos que se compran, que se adquieren.

Aquí, por supuesto, entra en juego mucho ese síndrome de diógenes digital, y por qué no decirlo, esa aparente necesidad de hacer crecer nuestro catálogo con títulos que probablemente jamás disfrutemos.

Netflix es el ejemplo perfecto de esta máxima. Es la plataforma de streaming de contenido por antonomasia precisamente por la cantidad (ingente) de catálogo. La calidad ya sabes que cuesta más valorarla.

Un servidor es el primero que no puede tirar la piedra. En mi cuenta de Steam tengo literalmente miles de euros invertidos, y probablemente se cumpla eso de que la mitad como mínimo no los he llegado a jugar.

Ya ni hablemos, como comentamos por aquí hace tiempo, de las ofertas de juegos gratis de plataformas como Epic o la suscripción de Amazon, que casi semana tras semana las activo pese a que llevo probablemente más de dos años sin abrir ninguno de ellos.

Cuando metemos en la ecuación juegos que vienen incluidos en una suscripción, la cosa ya se desmadra.

Y todo tiene que ver, precisamente, con el valor que le damos a algo que nos ha costado directamente.


El valor relativo de un bien por el que hemos pagado

Es el mismo principio de los gimnasios.

¿Por qué funcionan los gimnasios? Pues porque mucha gente paga pero luego no va, lo que les permite jugar con porcentajes de aforo más amplios que los que realmente podrían asumir.

De cara al usuario, pagar por algo lleva asociado un valor extra que solo lo valoramos si lo comparamos con algo gratuito. Es este el motivo de que haya muchos que si no pagaran por su plaza en el gimnasio, no harían deporte. Sencilla y llanamente el pagar les fuerza a hacerlo (ya que pago, tendré que usarlo).

Exactamente lo mismo que pasa con los negocios.

Que alguien quiera bajar el precio de tus servicios es totalmente lícito. Pero de hacerlo, no solo devalúas el valor de tu trabajo (ganas menos por hora), sino también el valor percibido por tu trabajo (el cliente entiende como menos valioso lo que sea que le has ofrecido).

Esto tiene un fuerte impacto a nivel del negocio de una plataforma como puede ser el gimnasio antes mencionado, o los servicios de streaming de videojuegos, cine, música o libros.

Cuando trasladas el pago por producto o servicio, a una suscripción de tarifa plana, el producto o servicio pasa a ser una commodity.

Una commodity muy suculenta para el usuario (pago X y tengo acceso a todo esto), y también para el que lo oferta, que tendrá menor gasto de infraestructura/horas a sabiendas que en esa abstracción del pago (ya no pagas por el producto, sino por el acceso a una plataforma o una tarifa plana donde están los productos o servicios) el valor percibido se aligera.

¿Quienes salen perjudicados? Pues probablemente los creadores de esos productos o servicios. Que en caso de ser el mismo negocio pues equilibran con el beneficio antes mencionado, pero como ocurre habitualmente en el mundo del entretenimiento, pueden salir escaldados.

Hace poco por Wired (EN) publicaban una reflexión en la que defendían el derecho a dejar un juego (o una película, o una serie…) que te aburre.

El problema de esto es que el disfrute, al estar sujeto a la percepción de valor (el coste que he pagado por él versus el coste en horas que le estoy dedicando) puede hacer que en plataformas de streaming, como ocurre con los servicios todo incluido, echen por tierra las aspiraciones del creador, y sean hasta contraproducentes para el consumidor final.

Algo que, recalco, tiene difícil solución, como ya hemos hablado en varias ocasiones.


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