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Lo que pasó hace un par de semanas en el Capitolio estadounidense es fiel reflejo del crisma de profunda radicalización que están viviendo nuestras sociedades.
Donald Trump, un personaje que ha conseguido llegar a presidente de EEUU gracias, en parte, a la mercantilización publicitaria en plataformas masivas como Facebook, es el principal artífice de ello. Pero no hay que olvidar la parte considerable de culpa que tienen las grandes tecnológicas en toda la ecuación.
A fin de cuentas, no es casualidad que del top 10 de empresas más valiosas (ES), solo 3 no se dediquen exclusivamente a la tecnología de consumo (JP Morgan, 10º puesto, y Berkshire, 8º puesto, ambas principalmente financieras, y Aramco, primera o segunda de la lista según quién prepare el informe, que a fin de cuentas es el conglomerado petrolero de Arabia Saudí, y ya de paso, el chiringuito cerrado de un dictador rey).
El resto, que son 7, todas toditas todas viven de una u otra manera de tu atención. Del tiempo que pasas consumiendo contenido de terceros en sus dispositivos y servicios.
Bajo este prisma, conviene preguntarse: ¿Habría que poner límites a eso de mercantilizar nuestra atención?
O mejor aún, ¿y si valoramos la búsqueda del bienestar social por encima de los intereses distorsionados de la economía actual?
Valor económico vs valor social
Ojo, que la pregunta no es baladí.
Como comentaban recientemente por la revista del MIT (ES):
El famoso biólogo E. O. Wilson propuso que los humanos solo deberían gobernar en la mitad de la Tierra y que el resto tendría que quedar solo. Imagine algo similar para la economía de la atención. Podemos y debemos decir que queremos proteger la atención humana, incluso si eso implica sacrificar una parte de las ganancias de Apple, Google, Facebook y otras grandes corporaciones tecnológicas.
Y el mejor ejemplo lo tenemos con los bloqueadores de publicidad. Esas piezas de software que algunos utilizamos no porque seamos unos anti-sistemas, sino precisamente para controlar el despropósito de un sistema creado única y exclusivamente con el interés absurdo de monetizarse a toda costa (incluso atentando contra la propia monetización), obviando el impacto que ello tiene tanto en el usuario, como en la propia regulación en materia de privacidad y seguridad de toda la cadena de suministro de información.
Es más:
¿Son los bloqueadores de anuncios un derecho humano?
Si todos pudieran bloquear los anuncios en Facebook, Google y sitios web, internet no se podría financiar y la economía publicitaria perdería enormes cantidades de ingresos. Pero… ¿esto niega tu derecho como consumidor? ¿Nuestra atención es nuestro derecho? ¿La poseemos realmente, o es un efecto ajeno a nuestro ser? Y por ende, ¿deberíamos ponerle precio?
Por poner el mismo símil que comenta Wilson, la venta de órganos humanos o personas esclavizadas pueden satisfacer una demanda y generar ganancias, pero consideramos que no pertenecen al mercado (se antepone el derecho de las personas por encima del derecho económico de las empresas).
Y pasa lo mismo con la compraventa de órganos, que debe y está regulada para asegurar que ésta se hace siempre anteponiendo a las personas que al negocio.
Bajo este escenario, por tanto, ¿debería la atención humana ser algo que el dinero no pueda comprar?
Más si cabe que las empresas están dispuestas a ceder parte de sus beneficios… siempre y cuando el beneficio (reputación) sea mayor.
Hay pequeños movimientos, que por supuesto aluden más al interés de generar una buena marca que realmente al de mejorar la vida de las personas:
Comprar un Prius o un Tesla no basta para reducir los niveles de carbono en la atmósfera.
Sustituir las pajitas de plástico por unas biodegradables no salvará los océanos.
El movimiento de Instagram para ocultar la cantidad de “me gusta” no arregla los problemas de salud mental de los adolescentes, cuando ese servicio se basa en la constante comparación social y en el ataque sistémico al impulso humano para relacionarse.
Gracias al Centro para la Tecnología Humana (Center for Humane Technology) y su misión de “Time Well Spent” (Tiempo Bien Invertido), algunas empresas de la talla de Apple, Google y Facebook han adoptado, al menos en parte, la premisa de imponer sistemas estadísticos que indirectamente ayuden a los usuarios a ser conscientes del tiempo que pasan utilizando sus dispositivos.
Y es algo que en parte les afecta negativamente a nivel de negocio.
Apple, por ejemplo, introdujo las funciones de “Tiempo de pantalla” (Screen Time en inglés) en mayo de 2018 que ahora se incluyen en todos los iPhones, iPads y otros dispositivos. Además de mostrar a todos los usuarios cuánto tiempo pasan en su teléfono, Screen Time ofrece un panel de control parental y apps de limitación de tiempo que muestran a los padres cuánto tiempo pasan sus hijos online (y qué hacen).
Google lanzó su similar Iniciativa de Bienestar Digital (Digital Wellbeing en inglés) casi al mismo tiempo. Incluye otras características que habíamos sugerido, como facilitar la desconexión antes de acostarse y limitar las notificaciones.
En la misma línea, YouTube introdujo las notificaciones de “Tómate un descanso” (Take a break en inglés).
Decisiones empresariales que, recalco, tienen un fin principal reputacional, y vienen motivadas por movimientos exógenos (fundaciones, campañas mediáticas, crispación social…, rara vez provienen de la propia compañía), pero que a fin de cuenta repercuten positivamente en la sociedad, al no haber incentivos reales que los empujen a ello por motu propio.
Y para ello, se me ocurre que no queda más remedio que cambiar el paradigma económico.
Algo que en parte ya está ocurriendo, como vemos en iniciativas como la antes mencionada o esa de la publicidad no agresiva que comenté hace ya unos años.
La lógica del crecimiento infinito en un entorno limitado no es factible
El impulso por un crecimiento económico infinito ha demostrado conducir a una crisis ecológica planetaria.
Para las empresas tecnológicas, perseguir el crecimiento infinito de la atención humana extraída conduce a una crisis similar de la conciencia global y el bienestar social.
Tenemos que trasladarnos a una economía de atención posterior al crecimiento que coloque la salud mental y el bienestar en el centro de nuestros resultados deseados.
Es aquí a donde quería llegar.
Que esto no va de regulaciones absurdas, y del n-ésimo intento de una nación por abusar de su soberanía.
Hablamos de que solo cambiando las bases económicas (el qué se considera más valioso) y añadiendo el factor social, conseguiremos que esa disociación de la realidad que afecta por igual a toda gran corporación vuelva a ir, paradójicamente, más alineada con la realidad.
Que, de pronto, si una empresa es más valiosa que otra no porque tenga mayor capacidad bursátil, sino porque en la suma de su capacidad bursátil y lo que aporta a la sociedad es capaz de obtener mejores resultados, habrá un interés real de la compañía (que, para colmo, se materializará en mayores beneficios económicos) en alcanzar esos objetivos.
Un pequeño indicio de este cambio se está produciendo en los países como Nueva Zelanda y Escocia, donde organizaciones como Wellbeing Economy Alliance (Alianza para la Economía del Bienestar) trabajan para pasar de una economía que promueve el producto interno bruto (PIB) a otra basada en estas prioridades alternativas. Los líderes se preguntan cómo el bienestar puede ayudar a la comprensión pública de las directrices y las opciones políticas, orientar las decisiones y convertirse en una nueva base para el pensamiento económico y la práctica.
Ahora aplica esto a la economía de la atención.
Que, de pronto, podamos juzgar a Facebook no por ser una de las empresas más valiosas del mundo a nivel puramente económico, sino en base al despotismo que les ha llevado a sistemáticamente vender interacciones falsas, o campañas publicitarias indiscriminadas sin tan siquiera valorar si se trataba de noticias falsas o no.
Algo que está deteriorando las democracias modernas hasta el nivel de poner a un payaso en la presidencia de la primera potencia mundial, o sacar a otro país de la Unión Europea.
¿Qué pasaría si los líderes detrás del modelo de distribución de ingresos de la App Store de Apple, que actúa como el Banco Central o la Reserva Federal de la economía de la atención, simplemente decidieran distribuir los beneficios a los creadores de apps no en función de los usuarios que compraron la mayor cantidad de bienes virtuales o pasaron más tiempo usando la app, sino en función de qué creadores de apps cooperaron mejor con otras apps para ayudar a todos los miembros de la sociedad a vivir más de acuerdo con sus valores?
Que puede ser fácil decirlo, y que por supuesto el diablo estará en los detalles.
Para empezar, debemos encontrar la manera de cuantificar ese bienestar, y entonces encontrar la manera de cuantificar las acciones que una compañía puede llevar a cabo para alcanzar esos objetivos.
El mismo problema, per sé, que hemos tenido históricamente con el valor de las cosas, en un entorno que al principio fue sencillo (esto vale tanto porque hay un material que necesitas para vivir y que cuesta tanto conseguirlo), y que conforme se fue expandiendo el término ha obligado a asumir una serie de directrices totalmente desconectadas entre sí (¿cuánto vale el oro hoy en día y por qué? ¿Cuánto vale el euro o el yuan y por qué? ¿cuánto vale una startup y por qué? ¿cuánto vale un like y por qué?).
Sería un ejercicio muy interesante ver entonces qué marcas coparían los rankings de organizaciones más valiosas del mundo. Y cuántas de ellas, de hecho, serían puramente tecnológicas.
Pese a que todas ellas tengan el potencial, por su propia ideosincrasia, de liderar esos rankings.
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¡Es interesante leer esto!
Muchas gracias Pedro!!