lenguaje inclusivo

Hace unos días estaba escuchando mientras corría un podcast en el que entrevistaban a una chica sobre lo que hacía en su empleo (periodista, en este caso).

La cuestión es que tras unos diez minutos escuchándola, tuve que pararme y cambiar de podcast. Y mira que en sí ese podcast, que publica a razón de uno a la semana cada lunes, suelo esperarlo como agua de mayo.

¿La razón? La chica estaba defendiendo una serie de conceptos con los que estoy de acuerdo (economía y empresa, principalmente), pero su obcecación en hablar únicamente en femenino me sacaba del discurso.

Pareciese que lo que hablaba competía únicamente a las mujeres. Y como mi tiempo es oro, y lamentablemente no soy mujer, decidí invertirlo en otro que sí hablase de temas que nos competen a todos, sin género de por medio.

De cuando el lenguaje inclusivo pasa a ser exclusivo

Esto mismo me lo he encontrado en los panfletos propagandísticos que en las últimas elecciones a la Comunidad de Madrid nos dejó cada partido en el buzón.

Llámame loco (o masoquista), pero tengo la sana costumbre de leérmelos, y de antes de ir a votar, echarle un ojo a cuáles son las propuestas de cada partido (aunque sea consciente que de poco sirve), intentando, en la medida de lo posible, dejar de lado los colores.

El caso es que particularmente uno de los partidos políticos apostó, curiosamente, por hacer exactamente lo mismo. Esa hoja estaba escrita enteramente en el plural femenino, entiendo que con idea de usarlo como un plural neutro.

Algo que, si lo hacen, es porque tienen estudiado que les funciona (conseguirán más votos entre las féminas que los que pierden por tiquismiquis como un servidor), pero me pregunto si esto, más allá de una decisión política económicamente rentable, tiene sentido cuando tu discurso, como le pasaba a la chica del podcast, espera llegar a mientras más oídos mejor.

No solo a tus votantes, vaya. Al grueso de la sociedad.

Y fíjate que esto no va ni siquiera de feminismo, hembrismo o machismo, sino del propio concepto del lenguaje, y de la pretensión de algunos de usarlo como arma.

La economía del lenguaje: El lenguaje como trabajo

Para ello, recupero la tesis del bueno de Rossi-Landi (ES) que definía el lenguaje como una herramienta de trabajo, entendiendo el trabajo como todo aquello que hacemos para modificar nuestro entorno (y no el «trabajo» que hacemos a cambio de dinero, que sería entonces el «empleo»).

Si partimos de esta base, los clásicos conceptos económicos de propiedad, inflación o devaluación los podemos aplicar al lenguaje. A fin de cuentas, el lenguaje tiene la particularidad de estar intrínsecamente asociado a criterios económicos y sociales, por eso de que no tenemos un lenguaje infinito, y es precisamente esa finitud la que nos limita socialmente a prosperar.

Hablo, como no podía ser de otra manera, de los dejes que tenemos cada uno de nosotros (un servidor por ejemplo el acento asturiano y el siseo de la «s»), y en mayor o menor medida de nuestro conocimiento del lenguaje.

Cuando vemos en redes sociales alguien respondiéndonos a un comentario con unas frases repletas de faltas de ortografía, entendemos, aunque sea inconscientemente, que quien nos habla tiene un nivel social más básico, por el simple hecho de que es más probable que alguien de clase media o alta haya tenido acceso a una mejor educación que alguien de una clase «trabajadora».

O cuando hablamos en otro idioma no nativo. Un servidor, sin ir más lejos, se defiende relativamente bien con el inglés escuchado y escrito, pero me cuesta más hablarlo. Lo que hace que esté en una posición más vulnerable si tengo que defenderme en él que si lo hiciera en mi idioma nativo.

Y esto hace restar el discurso por un doble razonamiento:

  • El social: Anteriormente mencionado, y que depende de esos sesgos culturales tan patentes en nuestra sociedad.
  • El puramente económico: Representado por la incapacidad de esa persona de usar correctamente esa herramienta que es el lenguaje. Al tener menos palabras con las que esbozar sus conceptos, está forzado a simplificarlos, lo que le dota de menos capacidad de negociación (lingüísticamente hablando, ya sabes).

A todo esto hay que añadir que el lenguaje nos pertenece. A cada uno de nosotros, no a la RAE, ni a ningún organismo. Y como ocurre con el mercado, somos nosotros quienes en nuestra suma, con su uso, definimos su futuro.

Aunque como ocurre con la política en mayúsculas, deleguemos su evolución normativa en estas figuras.

Sobre esto ya habló largo y tendido Orwell en 1984, con ese «doblepensar» que permitía al Ministerio de la Verdad, en base a quitarle el significado de según qué palabras, privar a la sociedad de la capacidad de expresar esos conceptos que eran peligrosos para el Gran Hermano.

La realidad es que esto no puede ocurrir en un sistema tan rico y diverso como el nuestro, y fiel reflejo de ello es que hoy pueda escribir por aquí almóndigas o usar puto como un superlativo (me putoencanta este artículo), y no haya nadie que pueda corregirme.

No porque unos ancianos hace miles de años decidieron que ese amasijo de carne frita podría llamarse albóndiga o almóndiga, o que en su día decidieron por consenso usar de intensificador positivo muy o puto, sino porque el lenguaje está sujeto a las mismas variables económicas que cualquier otro trabajo humano, oferta y demanda incluidas.

Lo que me lleva, nuevamente, a hablar del lenguaje inclusivo.

Cómo definimos entonces el plural heterogéneo

La premisa que tiene, de base, el lenguaje inclusivo, es la lucha contra esa hipotética mano negra que ha hecho que, desde antaño, acordásemos usar el plural masculino como plural neutro.

Esto, como veíamos justo arriba, puede tener una suerte de connotación exclusivista. A fin de cuentas, si negamos el plural femenino cuando hablamos del género masculino y femenino, estamos hasta cierto punto obviando a uno de los dos géneros. Restándoles representación en el lenguaje, y por tanto, limitando la capacidad de una persona de referirse a conceptos en dicho género.

El problema que le veo a esta tesis es que precisamente llegamos a ella buscando la eficiencia económica del lenguaje. Porque las alternativas, todas, conllevan asumir una carga impositiva mayor.

  • Podemos separar géneros cuando queramos definir a ambos: El ya clásico «Nosotras y nosotros» que tan presente está últimamente en el discurso político de algunos partidos de izquierdas. En sí la idea no es mala (probablemente me parece la más justa), pero supone hacer más pesado el lenguaje, al tener que duplicar elementos que previamente ya teníamos asumidos en uno.
  • Podemos apostar por crear un género neutro: El también bastante habitual «Nosotr@s» o incluso el «Nosotres», pero entra en conflicto o bien con la necesidad de incluir una grafía extra, que para colmo no tiene un fonema sencillo de interpretar en el lenguaje oral, o bien con los propios dialectos patrios (sin ir más lejos, en asturiano «nosotras» se escribe y se lee «nosotres», y no precisamente porque todos los del norte seamos feministas…).

Lo que sí que no me entra en la cabeza es definir un plural neutro como plural femenino, que es lo que esta chica estaba haciendo en el podcast y lo que ese partido político hacía en su carta. Sencillamente porque supone redefinir un concepto económico del lenguaje que ya estaba solventado para evitar suspicacias exclusivistas… excluyendo al otro género.

Que ojo, lo mismo con el tiempo, y por eso de que el lenguaje nos pertenece, encontramos que tiene más sentido hacerlo así aludiendo al factor cultural (empoderamiento y visibilidad de la mujer, ya que el hombre a priori no lo necesita) y con vistas a mejorar la paridad de género.

Torres más altas han caído, sinceramente.

Pero mientras tanto, permíteme que sea reacio a llamarnos a todos, tod@s o todes, en femenino.

¿Que eso me hace menos feminista? Entonces creo que el problema viene del propio concepto de feminismo que trabajamos ambos, sinceramente.

Un tema (el de los conceptos linguísticos), tan manido últimamente (qué consideramos cada uno por «libertad», por ejemplo), que daría, per sé, perfectamente para otro artículo.

¿No crees?

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