acoso laboral

El positivismo inunda (al menos en su fase de diseño) el entorno digital.

Ya hemos comentado en más de una ocasión cómo no es casualidad que la mayoría de grandes ecosistemas digitales hayan apostado por generar interacción mediante elementos considerados ineludiblemente positivos, como es un corazoncito o un Me Gusta.

Y cómo ello supone enfrentarse a un escenario que en algunos casos favorece la no participación.

Así, estudiaba con muchísimo interés hace ya unos meses el cómo Facebook, la plataforma social de mayor calado en nuestra era, afrontaba la irrupción de nuevos sentimientos asociados a su hasta ahora única interacción: el Me Gusta.

Hay que tener en cuenta que esta estrategia va alineada con ese aparente «buenrollismo» que la mayoría de ecosistemas digitales quieren hacer suyo. A fin de cuentas, si no tienes un botón de No Me Gusta, no podrás generar esa sensación perniciosa en su plataforma, y eso quizás incentive más la participación (a sabiendas de que frente a una actualización de estado en mi muro solo hay dos opciones: o bien recibir interacciones positivas, o bien no recibirlas, muy lejos de la sensación desagradable que sería recibir interacciones negativas).

Sin embargo, esto puede llegar a frenar la interacción en escenarios particulares, como podría ser una actualización de estado sobre la pérdida de un ser querido o la frustración vivida por una oleada de malas noticias: Si recibo Me Gusta (o Coranzocitos, o +1s,…), ¿esto significa que la gente me está apoyando, o que se alegran de que me haya pasado? Y pretender que la gente dedique cerca de 10 segundos a escribir algo es pedir mucho, ya sabe :).

Así, gestionar los sentimientos positivos como un elemento limitante en la concepción de un producto digital se ha vuelto el pan nuestro de cada día. Y encontrar el equilibrio perfecto que incentive la participación en el mayor número de supuestos es el verdadero quebradero de cabeza de estos servicios, que han crecido precisamente a costa de sesgar la experiencia (y la interacción de sus usuarios) hacia derroteros en los que la mayoría de personas nos encontramos más a gusto.

Escenarios virtuales limitados por las normas sociales del entorno físico

Ahora estamos ante las puertas de un nuevo paradigma social: el de los entornos de realidad virtual.

Acercamientos infructuosos como el de Second Life hace ya unos cuantos años apuntaban a cómo un espacio virtual podría servir una experiencia social muchísimo más intensa. Algo que una «simple plataforma digital», con sus de por sí limitadas interacciones (texto, imagen, vídeo) solo podía llegar a soñar.

Hablamos de tener delante de uno mismo a la otra persona. O más bien, a la idealización de esa otra persona, convenientemente sesgada por el diseño del avatar. Pero que ineludiblemente asociamos con la identidad de nuestro interlocutor, y por ende, dotaremos de todas las características que a nivel físico, y a nivel social, nos exponga.

Y es aquí donde empiezan los problemas.

Tenemos un mundo virtualizado en el que interaccionar, y puesto que el usuario es juguetón por naturaleza, nos da por probar los límites del mismo.

Cosa que quizás nos lleve a intentar «atravesar» al otro usuario (a fin de cuentas, estamos habituados a hacerlo en mayoría de juegos online), intentar tocarlo o incluso colocarle cosas encima.

Daydream Labs, uno de los proyectos de Alphabet (la antigua Google, para que nos entendamos), lleva tiempo estudiando cómo las limitaciones en entornos virtuales deben ser convenientemente controladas para generar ese escenario de «buenrollismo» que ya vivimos en el mundo digital, y publicaban recientemente un artículo (EN) en el que explicaban visualmente algunos de los supuestos:

Ver en Youtube (EN)

En este vídeo podemos ver cómo una interacción entre dos usuarios dentro de una especie de tienda plantea problemas. Cada uno de ellos es capaz de colocar al otro un producto. Pero la incapacidad de uno mismo de controlar la colocación de aquello que llevamos puesto hace que un usuario pueda entorpecer la visibilidad del otro.

Pueda generarle una sensación desagradable, que seguramente le haga abandonar la realidad virtual.

Habría casos más claros, como por ejemplo el hecho de poder irrumpir dentro del círculo de proximidad del avatar de la otra persona. Según la cultura, este círculo es más o menos amplio, y puesto que como veíamos anteriormente asociamos identidad a la experiencia virtual, si esto no está convenientemente limitado podría llegar a causar un malestar en el otro usuario que lo incentivara a salir de la experiencia.

Sobre la incorporación de procedimientos de reafirmación positivos

¿Qué se puede hacer para combatir este uso «ilícito» de la experiencia?

Los chicos de Daydream apuestan por un acercamiento híbrido que me parece verdaderamente interesante:

  • Limitaciones en la fase de diseño: El acercamiento más directo, que pasa por controlar la experiencia creando por ejemplo un círculo personal (invisible) alrededor de cada avatar que no sea franqueable por el resto de usuarios, o asegurándose de que cualquier interacción que podamos hacer con otro usuario cuenta como mínimo con el control por parte de quien la recibe (para evitar situaciones como las vividas con el gorro en la tienda anterior).
  • Acciones con reafirmación positiva: Para todos aquellos escenarios donde no hay, a priori, una manera adecuada de limitar la experiencia sin limitar la experiencia global (lo que sería contraproducente), surge la idea de incluir efectos de reafirmación positiva.

¿En qué se basa esto último?

En que por ejemplo, si queremos que se pueda «chocar esos cinco» y que esto no pueda ser usado para molestar al usuario («amenazándolo continuamente con pegarle frente a su cara»), en cuanto los dos usuarios hagan el gesto adecuado el sistema les premiará con un chasquido y una animación específica.

Ver en Youtube (EN)

Una especie de galleta de perro por haber hecho las cosas bien, que no aparecerá en caso de que solo uno intente hacerlo, o se aproveche de que el sistema no ha limitado esta interacción.

Algo que sabemos que funciona (lleva siglos presente como herramienta de adoctrinamiento social), y que dirige, aunque sea de manera indirecta (sin limitaciones), la interacción que los participantes acabarán experimentando en la plataforma.

Ahora analice esto e intente aplicarlo a las casi infinitas situaciones que podrían darse en un entorno virtual, y seguramente entienda entonces la importancia que tiene el estudio de la interacción ya no solo a la hora de definir de qué color debe ser ese enlace o qué tipo de botón debo ponerle para incentivar la compra en mi página web, sino también cuando está en juego la seguridad y experiencia del usuario en cualquier entorno, sea físico, sea digital, o sea virtual.

De evitar, mediante licencias a la hora de diseñar el producto, que un entorno virtual pueda ser susceptible de representar escenarios nocivos para la sociabilidad que sí se dan, lamentablemente, en los entornos físicos. De controlar, a fin de cuentas, conductas inadecuadas que puedan servir de germen para el surgimiento de casos de acoso, de abuso y/o de marginación.

Y por supuesto, lo mucho que depende de ello el negocio que pueda haber detrás. Cosa que le aseguro que habrá.

Si no, tiempo al tiempo…