La semana pasada estuve, como muchos sabréis, de viaje por Mónaco.
Esos escasos 2 kilómetros (1,8kms de tierra y los 300ms que están construyendo sobre el mar) de paraíso fiscal entre Francia y Italia donde te pueden cobrar por un café 8 euros sin que la gente de la zona (millonarios que han encontrado filón en su laxa política retributiva su hogar en las costas del mediterráneo) se escandalice, y en donde por la calle lo normal es que si alguien te atropella, al menos lo haga a los mandos de un Bugatti o un Ferrari de ocho válvulas.
El segundo país más pequeño del mundo, solo adelantado en el ranking por el Vaticano, y el que encabeza la lista de países más poblados (alrededor de 40.000 millonarios viven por estos lares), que ha hecho suyo por derecho propio la definición de lugar de culto para el juego y las grandes fortunas.
Desde que ese primer Grimaldi (siglo XIII) entrase en el templo disfrazado de feligrés para luego abrirle la puerta al ejército e invadirlo, pasando por aquel momento en el que, en plena efervescencia de la revolución del 1848, perdiera sus otras dos ciudades (Roquerbrune y Mentón), que eran precisamente la base económica del Principado, hasta la argucia de un Carlos III que, observando que en sus países vecinos el juego de azar estaba prohibido, se le ocurrió que la nueva Mónaco, cuyo futuro era de todo menos prometedor, debería basar su negocio en el vicio.
Dicho y hecho.
La joya de la corona de Mónaco es el Casino de Montecarlo, que junto a la abolición de los impuestos de bienes personales y mobiliarios permitieron que en apenas unas décadas la ciudad-estado se bañara en oro… hasta nuestros días.
En Mónaco todo es glamour, y por supuesto un servidor no perdió la oportunidad de conocer los interiores de tal majestuoso Casino.
Sin embargo, salí de él inquieto, preguntándome si en pleno siglo XXI sigue teniendo sentido eso de «ir a jugar» a un establecimiento.
Sobre los cambios de hábito en las nuevas generaciones
Es un tema que tratamos de pasada en un artículo reciente sobre la redefinición de la industria del gambling.
En él me hacía eco de un artículo del New York Times (EN) de hace tres años sobre la industria del juego en Las Vegas que decía lo siguiente:
[Según el estudio al que hacen mención] en 2014 los millenials (nacidos entre los 80 y el año 2000) representaban el 27% de los visitantes de Las Vegas, pero solo el 63% jugó en comparación con el 78% de baby boomers (nacidos entre 1946 y 1964) y el 68% de los visitantes de la Generación X (nacidos desde mediados de los 60 hasta principios de los 80 aproximadamente).
[…] En 2014, los juegos de azar representaron el 37 por ciento de los ingresos totales de los casinos y hoteles de casinos de Las Vegas frente al 58 por ciento de 1990.
En el Casino de Montecarlo he podido ver las que serán seguramente las máquinas tragaperras más modernas del mundo. Algunas como las que publico por aquí basadas en la cultura pop del momento (The Big Bang Theory, Harry Potter o Elvira para los nostálgicos de la serie B), con grandes pantallas y un estudio minucioso de la psicología de consumo de sus clientes.
Sobra decir que el entorno de opulencia entiendo que sigue jugando un factor clave a la hora de incitar al juego. Que como ocurría en su día con salas de recreativos, que a un servidor le pillan sinceramente más cercanas, hay un factor social innegable.
Pero aún con todo esto me pregunto si no tiene cada vez menos sentido hacerlo en estos espacios en favor de vía derroteros digitales, como el caso de Latam Online Casinos (ES).
A sabiendas que hoy en día cualquiera con un smartphone y una conexión a Internet puede jugar desde donde quiera con crupiers en vivo (ES), manteniendo esa sociabilidad deseada del casino pero a un coste menor y sobre todo sin tener que desplazarse a un lugar en particular.
Igual que en el mundo de los videojuegos, que en su día algunos acuñaron como un hobby solitario y que con la digitalización ha acabado siendo más una experiencia para disfrutar con tus amigos aunque estos estén en remoto, el futuro del gambling se me antoja que va por el mismo camino.
Decía hace poco:
El formato televisivo es de pasividad absoluta. Te colocas delante de la pantalla, pones el canal, y el contenido que otros han decidido por ti se te muestra. Punto.
Y con los casinos sigue ocurriendo lo mismo. Te colocas delante de una máquina, metes los créditos oportunos, y esperas que haya suerte. Ganas o pierdes según criterios que en muchos casos son ajenos a ti (la suerte, el sistema de generación de premios que tenga implementado la máquina, el dinero invertido por anteriores jugadores…).
Si esta industria quiere de verdad seguir creciendo, ha de adaptarse a una clientela que hemos crecido en un ecosistema de consumo activo. Que ahora somos nosotros quienes decidimos de qué fuentes nos informamos y qué queremos ver en cada momento. Que las plataformas de streaming de contenido y de videojuegos dan control absoluto al consumidor sobre el entretenimiento, no se les es autoimpuesto por terceros.
Y creo que por ahí deben ir los tiros.
Una industria que ha pecado históricamente de opacidad, y en la que llevamos ya unos años de feroz revolución tecnológica.
Quizás dentro de una o dos décadas el Casino de Montecarlo pasa a ser más un museo que un lugar de juego. Si el espacio que en su día planteó los pilares de la industria deja de ser un ejemplo a seguir para volverse un mero eco del pasado…