viajar sin preparacion

Revisando la categoría de viajes de esta página, veo que no publico nada directamente relacionado con mis viajes desde julio del año pasado, y porque coincidió con una quedada que hicimos unos amantes del mundo drone en un descampado a las afueras de Madrid.

Ha habido, no obstante, bastante contenido indirectamente relacionado, como ese en el que explicaba cómo habían afrontado la nueva normalidad el box de crossfit al que suelo ir cuando estoy en el norte, o diferentes apuntes sobre eventos que se han digitalizado, intentando trasladar mecánicas que se dan en los eventos presenciales a un entorno virtual.

Pero del resto, nanai.

Y es totalmente normal. Desde marzo del año pasado muchos, de pronto, dejamos forzosamente de salir de casa, y prácticamente hemos seguido así hasta ahora, momento en el que poco a poco las limitaciones de movimiento se van quitando. Pese a que la pandemia, no lo olvidemos, sigue estando presente.

Pensaba en todo ello porque, como comentaba el lunes en la newsletter semanal que les envío a los miembros de la Comunidad, este mes Èlia y un servidor tenemos programados varios viajes. Que si a Valencia y alrededores, que si a la Manga del Mar Menor, que si a la Costa Brava, que si al Cantábrico.

La mayoría, con la excusa de que Èlia tiene que dar formación en tal sitio o reunirnos con gente del sector para temas profesionales. Pero supone un cambio, a fin de cuentas, a lo que hemos estado viviendo estos últimos meses, en los que son contadas las veces que alguno de los dos hemos salido tan siquiera del pueblo donde vivimos.

Y para mediados de julio tengo planificado un viaje (falta ver si al final yo puedo ir por un tema personal) con mi madre de mochileros para hacer el Camino de Santiago. Dentro de las limitaciones esperables, pero bueno, mejor eso que nada.

Pero no quería hablar de esto per sé en esta pieza, sino del tema con el que encabezo la misma.

En todos estos viajes, puesto que los ha tenido que preparar Èlia o se ha encargado mi madre (según el caso), no he querido saber absolutamente nada.

Sé a donde vamos (a la zona, que ni siquiera en algunos casos se qué ciudad), sé que nos vamos a quedar de hotel (lo más seguro en pandemia, sinceramente), y que nos vamos a ver con algún cliente o vamos a seguir tal ruta. Pero poco más.

De hecho, el otro día la pobre me enviaba por WhatsApp fotos de uno de los hoteles donde nos quedaremos en Gandía, y tengo que reconocer que ni lo he mirado. Y lo mismo ha pasado con el itinerario que ha hasta impreso mi querida madre con todas las paradas del Camino.

No quiero verlo. No quiero saber nada. Simplemente quiero que llegue el día y lo descubra.

Quiero volver a sentir que estoy viajando sin tener el control de todo lo que me depara el viaje.

El egoísmo de un viaje programado por otro

Y ojo, que no es por vangancia, sino por ese cosquilleo de no saber qué voy a hacer al día siguiente.

De hecho, normalmente suele ser al revés. Soy de planificar al dedillo los viajes (y todo, para qué negarlo…), y además me gusta tener ya todo cerrado antes de ponerme manos a la obra, todo ordenadito en una carpeta de emails o impreso en una carpetita que llevo normalmente en la mochila de viaje.

Pero es que de vez en cuando apetece enfrentarte a justo lo contrario. Que sean otros quienes planifiquen por ti, y que no tengas más quebraderos de cabeza que estar tal día a tal hora con el macuto preparado en tal sitio.

Claro está que esto es lo cómodo, ya que no voy a la aventura. La otra persona se ha pegado el trabajo de dejarlo todo cerrado para que un servidor, simplemente, disfrute del viaje.

Pero oye, que de veras se lo agradezco, y por goleada doble, ya que por un lado no he tenido que hacer yo ese trabajo, y por otro, y como decía, al menos un servidor disfrutará aún más de perder ese control metodológico que por deformación personal suelo tener en mi día a día.

El que por unas jornadas, pueda romper la rutina ya no solo a nivel de actividades (obvio cuando tu trabajo no es viajar), sino también a nivel de forma de enfrentarte a la rutina de un viaje.

Algo que creo que, de vez en cuando, se agradece.

Y que recordemos que si de algo sirve viajar, es para hacernos valorar con aún mayor intensidad la suerte que tenemos (algunos) con la vida monótona y rutinaria que nos hemos conseguido construir.

Que tanto un servidor, como Èlia, somos muy felices viviendo encerrados como ermitaños en nuestra casa.

Para eso están los viajes, sean de negocios, sean por pura diversión.

Qué ganas de que llegue ya el momento en el que el bicho lo dejemos atrás y podamos volver a la normalidad del turismo de antaño.

Y, mejor aún, tengamos excusas para extrañar a la dichosa y bendita rutina del día a día…

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