Leía ayer el artículo de Javier Pastor (@JaviPas) en Xataka (ES) sobre la búsqueda de la innovación (un artículo extenso, repleto de citas a considerar, que recomiendo leer en la tranquilidad del ordenador de sobremesa, dedicándole el tiempo oportuno), y me ha parecido interesante debatir al respecto de la innovación desde lo que un servidor considera que significa, con los riesgos y consideraciones que hay que tener en cuenta para ello.

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Javi habla de innovación disruptiva e innovación incremental.

Dos términos bastante generalistas y que definen en buena forma la mayoría de caminos tomados en un equipo de I+D. A fin de cuentas, la innovación es necesaria para mantener el tipo en un mercado tan exigente como el actual, más si estás en un sector tan cambiante como el tecnológico. Y por ello precisamente no me imagino un universo en el que la innovación no venga de la mano de la percepción de si misma, tanto desde dentro (la propia empresa) como desde fuera (el consumidor, o el resto de empresas).

Entendiendo que a todos nos gustaría ser Apple en cuanto a la metodología de reinvención que ostentó hasta ahora, la innovación disruptiva en sin duda aquella que más ojos atrae. Ese momento en el que varias constelaciones se alinean y surge un nuevo mercado, que el consumidor acaba por considerar necesario, y al que la competencia no le queda más remedio que entrar. Pero la innovación disruptiva surge espontáneamente (por supuesto que estoy simplificando mucho, pero para lo que nos compete es suficiente), y que Apple (o Zara, o Carrefour, si se quiere) hayan sido capaces de dar a luz varios nuevos mercados no significa que no hayan fallado mil y una veces, y tampoco significa que el resto se haya dormido en los laureles. Todas las grandes empresas tienen equipos de I+D (o deberían tenerlos), y todas aspiran a crear el producto del futuro, pero una cosa es crearlo, y otra hacer sentir al consumidor que ese producto es necesario, algo que solo unos pocos llegan a conseguir.

Por el camino, se quedan grandes proyectos, y nacen otros cuyo objetivo es perseguir la innovación incremental (mejora de un producto existente), un modelo de negocio más estable y que por lo general ofrece el valor suficiente para mantener a flote el departamento. Un camino paralelo necesario para que aparezca la disrupción, cuando los números mandan.

Y fijaros que seguimos hablando de percepción, ya que aunque está claro que en el proceso de creación de un nuevo mercado interfiere (y de qué manera) la percepción que el consumidor tiene del producto (ya no solo subjetivamente, sino trasversal, bien sea por la propia marca, por las asociaciones de la misma,…), también entra en juego la propia percepción de la empresa, del propio departamento, el cual no está exento de cumplir unos objetivos, y que por muy flexibles que sean, es posible que acaben por caer en las prisas del retorno de la inversión cercana.

Una situación que queda palpable con esa tendencia de grandes comprando a pequeños, ya no solo por la adquisición de talento, sino por la inmediatez de la filosofía startup, con ciclos de desarrollo y toma de decisiones ágiles. La inmediatez favorece a los pequeños, mientras que históricamente han surgido murallas infranqueables (principalmente la falta de recursos) que igualaban la balanza.

Y ahí es donde entra en juego el crowdfunding, que además de volverse un buen baremo del interés del mercado por un producto, está democratizando un panorama que hace años parecía inalcanzable. Una financiación justo donde se necesita, en la semilla de un producto. El resto lo ponen las ganas y el esfuerzo del equipo, con la ventaja de no contar con la presión asfixiante de la pirámide de poder. Los pequeños financiándose como los grandes, y los grandes diversificándose como los pequeños. Paradigmático.

Un tema que daría para un ensayo en si mismo (sino preguntarle a Carlos Domingo, que hace poco estrenaba su libro El Viaje de la Innovación (ES), altamente recomendable).