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Ayer se creó un intenso debate al hilo de uno de los artículos que compartía en la lista de correo (ES), y que hablaba de la muerte de la Universidad como órgano gestor del conocimiento (ES).

El artículo defiende el postulamiento de Terry Eagleton (EN), que critica la «clientilización» de las Universidades, perdiendo así ese aquel que les daba sentido.

Y a grandes rasgos, estoy de acuerdo con lo presentado. Si de algo ha servido el plan Bolonia en Europa es para transformar la Universidad en una suerte de curso-puente hacia el trabajo… siempre y cuando el plan pudiera efectuarse en países con una tradición educativa basada en el aprendizaje operativo.

La realidad, al menos la vivida en España, y parece que también en Reino Unido, es que la Universidad está sirviendo de adoctrinamiento a una clase media (si todavía podemos hablar de ella) sobre preparada para trabajar, y no para pensar.

Perfiles, mayormente técnicos, cuya función es reproducir el conocimiento del pasado, crear nuevos productos uniendo piezas de lo ya aprendido, y donde la creatividad y la investigación no se premia a no ser que siga las estrictas reglas del sistema (que son por definición contrarias a estos términos).

¿A qué nos lleva? A situaciones como las que acontecen a una Universidad separada de su entorno, que encierra bajo sus murallas algún que otro proyecto fácilmente exportable al mercado, pero que encuentra las reticencias y limitaciones de un marco legal absurdo y restrictivo.

Unas fábricas de mano de obra de alto nivel, a la que se le pide que produzca y no que reflexione.

Hablando de esto por email, algunos compañeros de la lista de correo señalaron el hecho de que precisamente un panorama como el que estamos viviendo favorece el surgimiento de una tecnología cuyo fin es la tecnología y no lo que se pueda hacer con ella.

Y de nuevo, no me quedó más remedio que encajar el discurso con aquel otro en el que el negocio, obtuso y egocéntrico como cabría esperar, no tiene más luces que empujar a la sociedad hacia la especialización.

La hegemonía del perfil especialista

Ya hemos tratado este tema con anterioridad, pero me parece interesante volver a sacarlo bajo este contexto.

hoy en día, un perfil especializado tiene muchísimas más facilidades de entrar en el mercado laboral que uno generalista.

De entre todos ellos, aquellos basados en la ingeniería gozan del beneplácito de una sociedad instruida en los beneficios de la ciencia pura, sin distracciones.

Son conceptos autoimpuestos, que bien sabe que hasta cierto punto secundo, pero sin dejar de lado que precisamente en tecnología los equipos encargados de diseñarla, desarrollarla y distribuirla necesitan perfiles heterogéneos.

Lo comentaba al hilo del grave problema al que se está aún enfrentando Microsoft, una empresa creada por y para ingenieros, y que se encuentra ahora en la tesitura de cómo enganchar nuevamente a los que ya eran sus clientes. Lo vemos a diario en el mundo startupero, que tiene ingenieros por un tubo, y que al final acaban encontrándose con que aquel producto que llevan diseñando meses en verdad no cubre más que las necesidades que ellos mismo tenían. Y lo vemos a cada minuto en la gente de nuestro alrededor, que acaba por malinterpretar el fin con el que servicios como Wallapop o medidas de seguridad como el par usuario/contraseña, han sido creadas.

El problema no es de la tecnología. Claro que no lo es.

El problema surge cuando a buena parte de la sociedad se le empuja forzosamente a tirar hacia un lado, en detrimento del otro. En un mundo gestionado por perfiles especialistas, no hay mayor debate que el que ya está en los planos.

No se enseña a pensar, porque pensar es malo para el sistema, y esto acaba por generar un círculo vicioso en el que quien genera la tecnología lo hace sin pensar en las posibles finalidades que el usuario acabará encontrando, y quien lo va a usar, no está preparado para entender que esa tecnología es un medio para llegar a un fin, y no un fin en sí misma.

La tecnología como un fin, y no como un medio

Se me viene a la cabeza todo el debate que hay alrededor de la ética tecnológica.

Históricamente hemos vivido casos en el que una falta de ética ha tenido consecuencias desastrosas para la sociedad.

El más sonado, el de Robert Oppenheimer, que se dio cuenta demasiado tarde que su invento (la bomba atómica) serviría para matar y disminuir drásticamente la vida de millones de personas durante varias generaciones.

Extrapolado a la actualidad, estamos viviendo un momento único, con la irrupción de la inteligencia artificial y el big data en aspectos tan aparentemente humanos como la generación de conocimiento o la conducción.

Es un error habitual dotar a la tecnología de la cura de todos los males, y dejarse llevar por el hype de la curva de expectativas tecnológicas.

Y lo cierto es que al final, la maduración llega no solo por el trabajo de los perfiles especialistas (que son los que lo sacan adelante), sino por el debate de todos esos perfiles generalistas cuyo punto de visión está sin duda mucho menos lateralizado.

«No porque se pueda hacer, hay que hacerlo, sino soluciona ningún problema y puede conllevar riesgos innecesarios»

El papel crítico de la Universidad dentro del entramado social

La lectura final a la que llegamos no dejará indiferente a nadie.

Si la Universidad pierde su status de generador y mantenedor del conocimiento, la sociedad pierde en esencia aquello que la hace más fuerte frente a abusos de autoridad.

Si eliminamos de la ecuación el valor de las ciencias humanísticas estamos eliminando la capacidad de autocrítica, de Cultura (en su significado inicial), de subjetividad. De aquello que nos hace humanos, a fin de cuentas.

Y el resultado es un mundo feliz, basado en una Gran Mentira. Una única realidad, manofacturada, firmemente acotada, que se enseña en los colegios y las universidades por profesores que lamentablemente han sido instruidos en la misma falacia.

¿Le suena de algo?